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Obra maestra

Un día te despiertas y ves que lo que has escrito, tu obra maestra, es una mierda. Una mierda pinchada en un palo. No un trabajo imperfecto, ínclito por apasionado y corajoso como el de Sísifo, sino una mierda pinchada en un puto palo. No una estampa tremenda del triunfo en el fracaso al estilo de Juana de Arco, abrasada y renacida por el recuerdo de su imperturbable dignidad. Una plasta inmunda untada en un cacho de escoba. Ni una rama de cedro ni un retoño de suave abedul, una estaca rebozada en caca.

Te derrumbas.

Y luego te acuerdas de los que murieron sin darse cuenta. Esos autores infumables que murieron convencidos de haber escrito una maravilla y que ya nadie lee. Esos escritores consumidos, encerrados escribiendo su opus magna durante veinticinco años. Retorciendo el lenguaje y las ideas para mostrar algo nuevo, pero con tan mala fortuna que se perdieron en sí mismos, como te ha pasado a ti mismo, enamorados de su propia verborrea… Y ya estás otra vez perdido en tonterías, juntando palabras cargadas de simbolismo y emoción pero sin nada nuevo que decir.

Algo nuevo.

Lo has buscado entre la gente, inventando relaciones torturadas mediadas por objetos inanimados o gestos inanes. Como en aquel cuento en que el abuelo mostraba su amor a sus nietos entornando la puerta de la habitación donde escuchaba el serial radiofónico mientras estos dormían la siesta en la salita de estar y cómo ese gesto los convirtió en adultos responsables al amplificar las reverberaciones de forma que los críos crecieron anhelando el siguiente capítulo de “Diego Valor”, que les enseñó lo que su abuelo, una caricatura de hombrecillo intrascendente, nunca hubiera podido transmitirles.

Lo has buscado en la lectura espiral de la realidad, huyendo de las verticales y las diagonales. Como en aquella obra de teatro pretenciosa y oscura, en que un dramaturgo dirige una obra de teatro convencido de ejecutar una hábil ruptura del cuarto muro en el subconsciente de los espectadores, pero en realidad fracasando en lo más evidente, ante un público analfabeto incapaz de partir un solo ladrillo retórico y que observa babeando como un actor disfrazado de ser superior venido del espacio exterior convence a otro actor disfrazado de interlocutor humano de su absoluta intrascendencia haciéndole ver que lo que más valora, el arte, no es más que masturbación a nivel de especie.

Y sigues dando tumbos, intentando construir tu propio universo, separando fenómenos percibidos de conceptos intelectualizados. Un balancín: en un extremo esta la forma, en el otro el contenido. Y la percepción depende del punto de vista del observador… y su desviación de columna.

Esto no marcha, así que voy a cambiar el ritmo a ver si consigo por volumen lo que no he conseguido por pereza. A partir de ahora una entrada cada dos días, por lo menos. Y al carajo la coherencia.