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En memoria de Alfredo (I)

Hoy hace un año que murió Alfredo, dejar de existir sería más apropiado, habida cuenta de que Alfredo fue el último zombi de La Rambla, pero aún a riesgo de paradoja hoy escribo con el corazón más que con la cabeza.

Llegó a Barcelona por mar, huyendo de los otomanos como un polizón medio asfixiado en un barco de especias que embarrancó en el embrión de la Barceloneta. Los pescadores que lo acogieron no llegaron a saber nunca que aquel despojo de individuo era uno de los más brillantes cirujanos de su tiempo y una eminencia médica que habia estudiado en su Egipto natal en la madraza clandestina que fundaron los médicos refugiados del califato de Bagdad. Ahmed Abd El-Fatah pasó de sanador a pescador, y a Alfredo por la gracia de las lenguas trabadas de sus rescatadores. Durante quince años vivió feliz pisando sólo la arena de Maians, y allí le encontró la primera Camila de la serie de vírgenes depredadoras que le persiguieron a turnos en su larga epopeya.

De Mamá Camila se ha perdido el nombre por el que la llamaban en su Porto-Novo natal, pero es de esperar alguna transmigración fonética semejante a la que padeció Alfredo. Se sabe que era una alta sacerdotisa vudú que no perdonaba fácilmente el que se inmiscuyeran en su curandería. Por un tobillo torcido que arregló con una compresa y un vendaje, Alfredo se fue a dormir despierto una noche y amaneció resucitado y durmiendo con los ojos abiertos el sueño de los justos. Y si Mamá Camila lo hubiera encontrado esa mañana para esclavizarlo, habría sido uno de los cien muertos vivientes que aterrorizaron la costa durante los siguientes veinte años y hubiera desaparecido en la misma pira que los consumió a todos en una noche de San Juan, recuperando una tradición que ya entonces había caído en desuso y de la que ahora no sabríamos nada si no fuera por Mamá Camila y sus cien engendros. Afortunadamente, Alfredo, recién despierto, estuvo rápido de reflejos y se conservó en salmuera en un barril enterrado en la arena. Así pasó los siguientes doscientos años, aprendiendo a ser una sardina salada.

Renació una mañana de abril de 1702. La presión ejercida por los sedimentos acumulados sobre el dique que juntaba isla y orilla provocó un pequeño deslizamiento de tierra que liberó el barril y el oleaje lo arrastró hasta el puerto, donde fue recogido por unos marineros que, tras abrirlo, dejaron el ron a la carrera. Fue un nacimiento accidentado, pues le llevó a dar de bruces con la segunda Camila. Salió de su guarida acartonado y con aspecto de pasa reseca. La sal le había preservado perfectamente, por lo que no debía temer la progresiva putrefacción que suele asociarse con su condición. Tampoco tenía una dómina esclavista como hubiera sido la primera Camila, que ya llevaba flotando en la atmósfera en forma de ceniza diez y ocho décadas largas. Se encontraba pues en óptimas condiciones para ser un muerto viviente y dió las gracias orientado correctamente a la meca por primera vez en mucho tiempo. En idéntica posición se cruzaría unos días más tarde con Sor Camila.

La segunda Camila, antes de tomar los hábitos, recibió bautismo festivo y multitudinario como Eleonor Desplà i Gils en la parroquia de Alella. Nada se sabe de por qué pasó su existencia de la celebración gozosa a la vergüenza. Conocemos que entró como novicia a lomos de una burra en el convento de las Jerónimas por intercesión de un familiar y con el compromiso de riguroso anonimato. Y también se comenta que fue ella la que sembró la semilla que florecería muchos años después en la obra de teatro “Los misterios de un convento o la monja enterrada en vida” y que alumbraría las ansías incendiarias de otra generación de pirómanos durante la semana trágica. Pero eso es otra historia, en la que nos ocupa solo nos interesa cómo consiguió escapar de la clausura rigurosa sin perder los hábitos y la parte que jugó en la caza de Alfredo.

Sobre lo primero no hay secretos, consta en los registros vaticanos la dispensa del voto de clausura que recibió Sor Camila para “dar testimonio de suma importancia para la defensa de la ortodoxia y la presecución de la morería” en los tribunales de la inquisición en Barcelona. Es evidente, por lo que pasó después, que no renovó su juramento de reclusión. Sería mucha casualidad que su primer encuentro con Alfredo fuese el mismo día que dejó el convento, pero sí es posible que diera su primer paseo por el puerto para ver los barcos y que iniciara ese mismo día su labor apostólica entre los marineros, que llevarían historias sobre la incansable misionera a todos los confines de la tierra. Raro era a mediados del siglo XVIII el puerto en cuyas tabernas no se contaban historias sobre el día en que se ausentó del puerto la mujer vestida de negro y cabeza encofiada que lo recorría día sí y día también. Todavía perdura en nuestros días una leyenda por toda la cuenca Mediterránea sobre el día maldito en el puerto de Barcelona y por eso todos los años, el 23 de mayo, el tráfico mercante desciende a la cuarta parte y los capitanes de navío con alguna experiencia hacen lo posible por evitar el atraque en la ciudad.

Sobre lo segundo hay que empezar por el principio. Sor Camila caminaba distraída por la llegada de un buque de oriente y tropezó con Alfredo mientras este rezaba de cara al mar encima de una alfombra que había cambiado a un boticario por un puñado de sapos recogidos en La Rambla tras las últimas lluvias. La hermana empezó a descerrajar un abrazo destructor de infieles en cuanto percibió la oportunidad de rescatar un alma descarriada momentos antes de recabar en los ojos en blanco del cuerpo en salazón que se estiraba para levantarse delante de ella y que le hicieron lanzar el vade retro. La combinación de acogida en el gesto y repulsa en el verbo aturdió de tal manera a Alfredo que su cara recuperó emociones distraídas en la infancia, dándole el aspecto de un bebé confundido por una regañina inesperada, lo que a su vez, conmovió a la religiosa y, retornandola a su curso original, completó el abrazo, aunque de manera algo temblorosa.

Tras este prólogo tan intenso, entre los dos surgió una cierta amistad fruto de la curiosidad y la soledad. Alfredo le explicó su historia a Sor Camila y esta le intentó inculcar las enseñanzas de Cristo, pero no pudo evitar dejar traslucir su desencanto con la curia pontificia y el resto de la jerarquía eclesiástica, más ocupada en medrar y achicharrar que en propagar la palabra de dios. El resultado de estas conversaciones obró en ambos una vacilación que no esperaban. Alfredo había sacado del barril, además de una piel dura como el cuero, una inquietud sobre la existencia. ¿Era su cuerpo curtido, en el que el corazón no latía, un vehículo apropiado para la adoración? De los dos siglos encerrado, había pasado cien años pensando que sí y otros cien convencido de que no, oscilando diariamente varias veces entre las dos creencias. Sus charlas nocturnas con Sor Camila le abrieron una ventana a un mundo de dudas reprimidas con más fuerza que las suyas, de una doctrina irreductible acosada por incertidumbres insidiosas que la hermana intentaba abrasar con la fe y las lecturas de Santo Tomás. A Alfredo una noche se le giró el mundo y acabó por convertirse en ateo sin darse cuenta, y a partir de ese día, el coloquio entre los dos se encauzó más claramente hacia la renuncia y la duda de Sor Camila empezó a fortalecerse; pero no lo suficiente como para que no acudiera a confesión un día aciago, el 23 de mayo del año siguiente de su encuentro con Alfredo, día que pasó arrepintiéndose en las garras de la inquisición y del que salió convencida de que Alfredo era el diablo encarnado.

A las once de la noche del mismo 23 de mayo, un grupo de encapuchados intentó capturar a Alfredo en los jardines adyacentes al convento en una emboscada bien planeada. Cometieron un solo error: no se puede dejar inconsciente a un muerto. Alfredo aprendió que la muerte en vida, además de quitarle el apetito, le había hecho mucho más fuerte, y lo celebró desmembrando a unos cuantos de sus perseguidores, lo que a su vez le descubrió el olor de la sangre y le enseñó que su falta de gana no era irremediable. Comenzaron así las noches de terror en toda la cordillera litoral, Alfredo se subió al Tibidabo perseguido por una horda de ciudadanos despavoridos y se fue de montería. Una afición que le duró casi siglo y medio y que le paseó desde Ampurias hasta Amposta. Y que le llevaría a encontrar a su tercera Camila.

(continuará)