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En memoria de Alfredo (y II)

(continúa)

La furia sangrienta e irracional que le subió al monte se disipó a las pocas semanas cuando regresó su capacidad de pensar, pero le quedó una rabia animal que animaba sus ansias de devorar carne humana. No es posible imaginar el tormento que sufrió, encadenado en espíritu a un cuerpo embalsamado y obligado por una adicción que le superaba a devorar lo que más anhelaba ser. El único consuelo que le quedaba a Alfredo era que él no obligaba a sus víctimas a vagar la tierra despedazadas. Cuando terminaba, los pedazos permanecían donde los dejaba. Pensó muchas veces en lanzarse por un barranco y acabar con su existencia, pero le horrorizaba seguir vivo descoyuntado y pasar sus días arrastrándose como una lombriz comecarne. No estaba seguro de hasta dónde llegaba el encantamiento que le impulsaba y, por ello, no encontraba una forma segura de anularlo.

El 17 de septiembre de 1848 se cruzó en su camino Camila, segunda marquesa de Carcasona y puta primera de La Rambla hasta hacía bien poco, cuando habían aparecido las marcas de la sífilis. El título se lo había ganado por un episodio en el mercado frente a las puritanas y remilgadas burguesas que le hacían la vida imposible en las calles. A diferencia de hasta la más recatada de ellas Camila era virgen, pues no tenía trato carnal normal con sus clientes. La enfermedad, junto con una pasión por la poesía, había sido un regalo de Baudelaire en un viaje de celebración que hizo por la cuenca mediterránea. La poesía la disfrutó desde el principio de la breve relación, pero lo enfermedad pasó desapercibida hasta entrada la tercera fase: una llaga en la nariz la hizo evidente. Indecisa entre la destrucción química o parasitaria de sus recuerdos y desesperada por la culpa, Camila optó por una tercera vía, se echó al monte en busca de la bestia caníbal que durante quince décadas había atemorizado a niños y no tan niños a la luz de los candiles. La encontró tras dos noches al raso.

La estampa que presentaba Alfredo, con lo que le quedaba de las ropas con que se subió al bosque hacía ciento cincuenta años, su piel en salazón, y sus ojos blancos, junto con las salpicaduras y restos de diversos humores no invitaban a la alegría, pero Camila le recibió con una felicidad desbordante, dispuesta a expiar sus pecados y liberarse de la carga que arrastraba. Desgraciadamente esa misma tranquilidad despertó en Alfredo una curiosidad que había olvidado que era posible. De por qué sonríes pasaron a los insultos inesperados, de ahí a la persecución invertida en que la presa persiguió a la cazadora que ensayó varias formas de morir dominadas a la fuerza, de ahí a la resignación, la conversación calmada y la comprensión y de ahí a la camaradería. Alfredo se encontró con una amiga cuando menos lo esperaba.

Una noche de invierno en que la luz de la luna helaba el paisaje, cuando Camila le solicitó un poco de calor humano Alfredo titubeó y ella lo malinterpretó como un rechazo por su estigma. Se arrebujó como pudo en sus ropas con la mirada perdida en el pequeño fuego que evitaba que se congelara y poco más, sin comprender que su amigo difunto había perdido el calor corporal incluso antes de despertar la primera mañana de vela interminable. Hasta que Alfredo le dió la mano, helada y crujiente por el frio. Un breve apretón de manos que cambió por completo su relación. La amistad se enriqueció con la pena, la admiración, la desesperación compartida y la culpa redimida, y mudó en amor una mañana de primavera en que el sol brotaba entre las hojas de los árboles.

Tras el invierno frío que los había separado, la primavera trajo un acercamiento templado que se fue encendiendo a medida que maduraban las frutas. Los abrazos y las caricias trajeron dudas que Camila resolvió una noche de verano recurriendo a la franqueza característica de su anterior profesión. Alfredo se quedó petrificado. Durante más de trescientos años no había considerado la posibilidad. Como médico que había sido, no le preocupaba la infección de sus tejidos embalsamados, le inquietaban más cuestiones de índole mecánica, pero pronto comprobó que no tenía de qué preocuparse, descubrió que la cecina es un buen sustituto de la presión arterial.

Pasaron dieciocho años de veranos calientes e inviernos frios en compañía, hasta una primavera de 1866 en que Camila le llamó Antiguo y luego Andullo, con una mirada interrogante. Poco después perdió la movilidad en el lado izquierdo del cuerpo. Llegaron los temblores y los ataques de locura. En los periodos de lucidez cada vez más infrecuentes aprovechaban para volverse a conocer y enamorar hasta que todo terminó en agosto del año siguiente. Alfredo la enterró en una cueva, al abrigo de los insectos, se arrancó el corazón seco y se lo dejó sobre el pecho. Cegó la entrada con piedras y se volvió a perder en el monte.

La cuarta Camila lo encontró entre los matorrales en plena guerra civil y su confluencia fue breve. Iba acompañada por siete niños más, vestidos con jirones y con cara de hambre. Ninguno lloraba y ninguno decía palabra alguna. Ninguno se asustó tampoco al encontrarse cara a cara con un monstruo, venían de ver a muchos monstruos ya. Les cazó unos conejos para que comieran algo y los llevó hasta un refugio a pasar la noche. Al llegar a la caseta donde podrían dormir seguros, Camila le dió una cadenita con una medalla a cambio de los conejos, la única cosa de valor que tenía. Con ese gesto de dignidad con el que quería librarse de la carga de deber un favor se ganó la admiración de Alfredo, que pensaba que nada volvería a atraerle en el mundo de los vivos. Por la mañana cuando volvió de su segunda expedición en busca de alimentos encontró el refugio carbonizado con los niños dentro. Sus cenizas todavía flotaban en el aire y Alfredo, que en los casi quinientos años que llevaba vagando no había dejado ni un día de respirar, ni en el barril de salmuera aunque no lo necesitara, paró. Y ya no volvería a repetir ese reflejo que era lo último que le hermanaba con la raza humana.

Sin vida, sin religión, sin corazón y sin aliento, Alfredo siguió adelante porque no tenía cómo ir atrás. Yo le conocí una mañana en La Rambla, a la que había vuelto con la esperanza de cerrar el círculo de su vida y encontrar algo de sentido a su existencia. Dormía en una pensión que se pagaba haciendo de estatua en la calle. Dinero no le faltaba, no necesitaba comer, maquillaje ni disfraz. La pensión era una forma de pasar desapercibido, pero no necesitaba ni una cama. Cuando le vi sentado en el banco con los ojos cerrados, pensé que estaba muerto y me acerqué para confirmarlo. Debo reconocer que sus ojos blancos me asustaron, pero me creí su historia de artista itinerante. A partir de ese día, cada vez que le veía le saludaba y cambiábamos unas palabras. Y entonces me perdí. Sin saber cómo acabé en la Plaza Real con una aguja en el brazo y las ideas desparramadas por las cloacas.

Hasta que Alfredo me las devolvió. Un día o una noche. Desperté en su habitación. Desperté en su habitación. Desperté en su habitación. En un charco de vómito. En un charco de mierda. En un charco de orina. Desperté en su habitación. Y por fin, desperté. Alfredo me explicó su vida, no como confidencia sino como reprimenda. Y abrí los ojos. Volví a vivir, por él, porque ya no podía y sin embargo seguía adelante. Por mi, porque mi vida todavía es mía, hasta que encuentre una Camila. No perdimos el contacto, pero no nos veíamos mucho tampoco. Porque él no quería.

Y el siete de agosto del año pasado Alfredo me citó en el puerto. Me dijo que sabía cómo terminar con todo y se despidió. Se subió en una golondrina y salió a dar una vuelta por el mar. Al regreso yo todavía estaba en el mismo sitio y alcancé a ver cómo se deshacía su cuerpo en polvo cuando el piloto le sacudió el hombro para despertarle.

Durante un tiempo estuve dudando si se habría rendido al final, hasta que leí la noticia que supongo que todos recordáis: “Cuerpo momificado excavado en una gruta natural en el Tibidabo perteneciente a una dama barcelonesa de mediados del siglo XVIII, un corazón de varón perfectamente preservado fue hallado sobre su pecho”. Estoy seguro de que al final encontró la felicidad que añoraba, pero por si todavía necesita un empujón, seguro que le gustará saber que su corazón se conserva como reliquia en la iglesia del Sagrat Cor, eso sí bajo un nombre nuevo, como perteneciente a San Blas de Poblenou: descuartizado por un oso feriante en Collserola y cuyo corazón nunca fue recuperado.

… Se habla de milagros.

{ 1 } Comments

  1. Monica | 14/08/2007 at 23:14 | Permalink

    Uaaaalaa, me ha gustado mucho!!! Esta vez no me he despistado ni un poquito (aunque tambien lo has hecho mas breve, no?). Y con el nuevo formato es mas comodo de leer 8D… Otro?!XD