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Mensajes

Tenía una sensación extraña al conducir desde hace tiempo y ayer por la noche encontré de pronto la razón, como en uno de esos glaciares con picotazo de pingüino*. Esta mañana he verificado la teoría al salir de la ducha; mi hijo se hacía el remolón en la cama, así que le he gritado: ¡Miiiiiiip! La cara que ha puesto es la misma que pongo yo detrás del volante.

Los problemas de comunicación normalmente provienen de la ausencia de receptores en las conversaciones, con ambos participantes colisionando en modo emisor en lugar de turnarse en una alternancia emisor-receptor constructiva, pero no siempre es por culpa del emisor, a veces es un mensaje defectuoso lo que hace imposible la transmisión de información. Esto puede ocurrir por dos razones:

  1. El emisor es un mentecato y lo que dice no tiene sentido. Estos mensajes pueden ser el remedio para nuestro enigma, pero no son la causa.
  2. Alternativamente, el medio puede no permitir la transmisión de mensajes suficientemente claros. ¡Ahí le duele!

Tras mucho tiempo detrás de un volante, he llegado a la conclusión de que esa segunda categoría de mensajes es la que provoca mi problema con el tráfico y la irascibilidad en los conductores. Al conducir solo disponemos de una forma de emitir mensajes: el claxon. Y los mensajes emitidos son difíciles de diferenciar.

Por ejemplo: voy conduciendo por mi carril y me acerco a una intersección generosa, de las de chaflán señorial. El coche que va delante pone el intermitente para girar. Se encienden las luces de freno y yo reduzco porque tengo espacio. Al llegar al punto en que debiera iniciar el giro, el coche que me precede frena de golpe y procede a deslizarse mansamente como un grumo espeso por las mejillas picadas de viruela de un pederasta sin afeitar que mira al cielo. Toda la energía cinética que llevábamos se ha transformado en calor en los frenos de disco de sus ruedas, en los de las mías, que frenan obligadas, y en mi fuero interno, que hierve de ira. El mensaje que me apetece transmitir en ese momento es más o menos: ¡cagontóstusmuertosasísetecaleelalma! El mensaje que emito es: ¡Miiiiiiiiiip miiiiiiiiiiiiiip!

Claramente, se pierde en la traducción y eso me lleva a hacer gestos a través del parabrisas y ponerme rojo, para intentar complementar de alguna manera la comunicación imperfecta.

Otro ejemplo: una chica elegante, escotada y en minifalda circula en su scooter rosa en paralelo con mi coche por el carril de la derecha. Un zascandil detiene su coche en dicho carril unos metros más adelante, cortando la trayectoria de la joven y mi estrabismo súbito. La muchacha pone el intermitente para cambiar de carril. Yo transformo la energía cinética de mi coche en galantería aplicando los frenos para dejar pasar a la zagala. El mensaje que quiero transmitirle ya os lo podéis imaginar. Lo que sale de mi coche es: ¡Mip mip!

No es lo mismo.

Dada la abundancia de mensajes de la primera categoría, de palabras bien formadas y enunciados con claridad pero que no tienen sentido (por ejemplo en cualquier acto político de la conferencia episcopal), es necesario encontrar una manera de reciclarlos. En general son comunicados con palabras valiosas, pues los emisores son gente con estudios por difícil de creer que parezca: una especie de guisado infecto con ingredientes de primerísima calidad. Permutemos todas esas palabras sin utilidad por pitidos de claxon y reestructurémoslas mediante algún artefacto de tecnología avanzada en mensajes prácticos que faciliten nuestra conducción diaria. Así además, nos ahorraríamos escuchar (algunas) tonterías por la tele.

* La historia es la siguiente, va un pingüino sobre un glaciar y ¡zasca! se mete de morros contra el hielo, dejando una muesca en el mismo. El pingüino es un secundario que deja de interesarnos y el glaciar, que ni se entera de lo que ha pasado, sigue moviéndose con paso lento durante siglos, hasta que coincide la marca del piño con un punto de extrema tensión en la pared de agua helada y el picotazo se convierte en una pequeña quebradura que se ensancha de repente produciendo una grieta que separa violentamente del curso de hielo un bloque de quinientas mil toneladas. Es como el efecto mariposa pero sin el glamour.