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Segunda semana

La ansiada regularidad se me escapa por los forros de los bolsillos, pero voy tras ella con un ligero desfase. Aquí va un esfuerzo de siete días o, lo que es lo mismo en términos ninjas, lo que aguanto sin respirar colgado de los meñiques (me voy integrando).

Día 8 de abril (martes)

Sin apenas respiro, recordemos la ceremonia el día anterior, mi hijo empezó el colegio con su flamante ランドセル (mochila-ladrillo), una forma tradicional de obligar a los abuelos a gastarse el sueldo de una semana (desde unos 220 euracos hasta el infinito). Antes de conocer el armatoste me sorprendía ver a veces ancianitas encorvadas paseando por la calle. Lo asociaba con trabajar todo el día en los campos de arroz, que es lo que sabemos todos que hacen los ancianitos en Japón, pero ahora comprendo que se trata de los pobres desgraciados cuyas espaldas sucumbieron al peso del tremendo artefacto. Es una manera espartana-light de separar a los débiles de los fuertes que además permite a los japoneses vivir en altas densidades de población. Los débiles quedan marcados de por vida en un ángulo de 90 grados que además les impide crecer, al no alcanzar los estantes más altos, donde se guardan las comidas más sabrosas y el sake, mientras los fuertes desarrollan anchas espaldas y abdómenes planos. Por eso no hay gordos en Japón, todo gracias al randoseru, que, recordemos, no llevan los luchadores de sumo porque desde pequeños se integran en el equivalente de una ikastola japonesa y sólo llevan el calzoncillo tradicional y por ello siguen creciendo hasta alcanzar el tamaño natural que todo japonés tendría si no fuera por el freno que se sujetan a la espalda en la infancia. Todo encaja. Me alegra que poco a poco voy entendiendo mejor esta sociedad.

Para entender la segunda noticia destacada del día, hace falta una pequeña introducción, porque es algo tan incompatible con nuestra forma de percibir la realidad que cuesta comprenderlo. Voy a ir explicándolo poco a poco a ver si consigo que se entienda: LOS NIÑOS NO SON INÚTILES. Lo sé, lo sé, a mi también me causó sorpresa la primera vez que lo oí. Aquí no es nada extraño ver niños de tres o cuatro años caminando solos por la calle para ir a la guardería, de hecho, lo raro es lo otro, los padres que llevan y van a buscar a sus hijos al colegio. No es que no los haya, los hay, pero, por ejemplo en el colegio de mis hijos, al que asisten unos 700 niños, son una o dos docenas de padres, que o viven lejos o se preocupan mucho.

“¿Pero cómo van a ir los niños solos por la calle?” es la pregunta que hice yo cuando me enteré de los planes de mi mujer. A lo que ella respondió que “¿Por qué no?” Tras ordenar la lista en mi cabeza por peligrosidad percibida espeté “por los asesinos pederastas, camiones, semáforos y ciclistas”. “Y terremotos y tifones” añadí. “Terremotos, asesinos pederastas, tifones, camiones, semáforos y ciclistas” repetí en un orden algo arbitrario pero que en ese momento me pareció significativo. “¿Y?” preguntó mi mujer.

Ahí me paré a pensar, once años de matrimonio me han dado un sexto sentido que vibra cuando mi mujer tiene razón y yo no. Y estaba avisándome. ¿De verdad son mis hijos de 6 y 10 años incapaces de aprender el camino de la escuela a casa, cómo cruzar los semáforos y a pedir ayuda si hay un terremoto o un tifón? ¿Cuál es el número de asesinos pederastas por cada millón de habitantes en Kioto?

La respuesta a la segunda pregunta todavía no la sé, pero el hecho de que las noticias de niños asesinados o secuestrados den la vuelta al mundo me hace pensar que no debe ser muy alto. La respuesta a la primera es evidentemente no. Así que mi hijo volvió solo desde el colegio. Bueno, solo solo no. Resulta que la primera semana se organizan grupos de profesores que ayudan a los niños a aprenderse el camino a casa y les enseñan las calles que tienen aceras de verdad (no trivial). Estos días mis hijos van y vuelven solos del colegio y también a casa de sus amigos, al parque y a comprar al supermercado.

De la lista de problemas que planteé inicialmente, lo único que realmente me preocupa son las bicicletas, que van por todas partes sin mirar demasiado, pero después de ver la ilusión que les hace a mis hijos ir solos por la calle y la confianza que les da, creo que vale la pena el riesgo.

Día 9 de abril (miércoles)

Vida normal: clase de japonés, pelvis acartonada de sentarme en el suelo. Nada que destacar.

Día 10 de abril (jueves)

Como todo extranjero que viene a Japón, yo llegué con dos ideas en la cabeza: 芸者 y . Venir a Kioto es un acierto en ese aspecto, porque son famosas las geishas de esta ciudad, aunque aquí se llamen 芸妓. Saliendo cualquier noche por el barrio de Gion es inevitable ver alguna estudiante, 舞妓, y, con suerte, es posible ver a una auténtica geiko.

Lo que, no sorprendentemente, no es tan fácil es encontrar ninjas. Una lástima, porque siempre he tenido la esperanza de encontrar a un anciano en un bosque de bambú que descubriera el inmenso potencial para caminar por la sombra que albergo en mi interior y lo alumbrara al mundo como el ninja más mortal del universo. En esto no soy diferente de cualquiera.

Finalmente el jueves encontré lo que buscaba: no uno, sino dos o posiblemente tres maestros del arte secreto. Si no estuvieran mis sentidos tan agudizados por ser en realidad yo mismo el ninja absoluto todavía por descubrir, no habría percibido la magia.

Iba yo a clase como cada mañana distraído cuando, a través del estruendo del mp3 que llevaba enchufado a los oídos, detecté la vibración de un vehículo mayor que los automóviles que me pasan rozando normalmente. Otro día comentaremos la emoción de ser un peatón por las calles estrechas de Kioto en que las aceras están marcadas con lineas blancas sobre la misma calzada y apenas sí cabe un vehículo de dimensiones medianas. Como suelo hacer en estas ocasiones me he paré y acerqué a la pared para dejar pasar a lo que fuera sin que me afeitase una oreja con el retrovisor. Lo que me adelantó no ha era el camión de transporte de paquetería que esperaba ver sino un camión de basura como los que hay en la madre patria, pero jibarizado. Era como un camión de basura de micromachines. Los jueves toca sacar la basura normal, por lo que se apilaban montones de bolsas de basura a los lados de la calle.

Mi primer pensamiento fue que debía ser un autobot, no cabe un conductor en un camión tan pequeño, pero cuando pasó por mi lado me fijé y sí, había un tipo con mascarilla quirúrgica al volante. La mascarilla no es fácil de interpretar: el hombre podía haber estado resfriado, tener alergia al polen o molestarle respirar los efluvios de los desechos que transportaba. En cualquier caso pensé que vaya trabajo de mierda: recorrer las callejuelas de mi barrio embutido en un camioncillo de basura a escala 1:3; salir a recoger cada montoncillo de bolsas, algunos verdaderas pirámides; meterse con el calzador en la cabina hasta el siguiente montoncillo unos metros más adelante, y vuelta a empezar.

Unos pantaloncitos cortos y un escote distrajeron mi atención por unos momentos y cuando me volví a fijar en el camión, había dos tipos metiendo la basura en el camión en fast-forward. Mi primer pensamiento fue que iban dos embutidos en el camión, al menos el pobre hombre tenía un colega de desventuras. Por curiosidad busqué la mascarilla para identificar al conductor y me he dí cuenta de que ninguno de los dos la llevaba. No solo eso, ya estaban cargando los siguientes montones de basura. ¿Cómo es posible? ¿Quién ha movido el camión? ¡Pero si no está parado, sigue avanzando mientras lo cargan! Ahí ya estaba yo intrigado ¿Quién lo conduce? Un semáforo en rojo me dio la oportunidad de averiguarlo. Al llegar a la altura de la cabina allá estaba el dueño de la mascarilla, enlatado tras el volante como había estado desde el principio. Y entonces ¿de dónde salieron los dos estibadores de basura acelerados? Tocaba cruzar una calle ancha y cuando me volvió a pasar el camión ¡los dos relámpagos verdes no estaban! Decidí que no lo perdería de vista. Cuando se acercaban a un nuevo montón de basura se abrió la puerta del acompañante y aparecieron los dos. No bajaron del camión, primero no estaban y luego sí y cuando reaccioné ya habían cargado el primer montón y llevaban el segundo hacia el camión, levitando entre los dos. Al mirarlos con detenimiento vi que el aire a su alrededor crepitaba y ya iban por el tercer montón. El camión no paró en ningún momento y los dos ninjas de la basura, pues no me cabe duda de que eso es lo que eran, seguían lanzando bolsas mágicamente en su interior. Por cierto que la cantidad de basura que metieron dentro del camión en ese breve tiempo ocupaba un volumen mayor que el exterior del camión, por lo que no me extrañaría que  dentro del remolque viajase un maestro ninja que desintegraba con sus poderes cada bolsa que entraba. Debo reconocer que no es una mala solución al problema del almacenamiento de basuras.

Al mediodía comimos con mi cuñada, que nunca lleva paraguas porque la lluvia para cuando ella sale a la calle. Aprovechamos que venía y dejamos los paraguas en casa. Cuando terminamos de comer afuera estaba lloviendo. Llegamos a casa sin mojarnos, el truco es dejarla salir primero a ella.

Día 11 de abril (viernes)

Vida normal: otra vez clase de japonés y pelvis acartonada de sentarme en el suelo. Nada que destacar.

Día 12 de abril (sábado)

Me levanté lleno de energía. Era fin de semana así que no había que ir a clase y en un alarde de dedicación el viernes había hecho todos los deberes del cole. Además íbamos a ir a comer ramen, que viene a ser el equivalente del McDonald’s local. Mi sitio favorito para comer ramen es 天一 (nombre oficial 天下一品), pero íbamos a ir a otra cadena que se llama Yokozuna, como los sumos. Todo estaba perfecto hasta que pisé la calle y entonces: me dio un pinchazo el pie. Cada vez me dolía más. Me dolía tanto que me pasé el día cojeando, aunque no por ello renuncié a los ramen ni a ir a la tienda de licores a comprar cervezas. Desde que llegué tengo instituida la cerveza del sábado como un rito elemental de celebración íntima hasta que me relacione con más gente y lleguen naturalmente por la inercia del momento.

Barajé varias opciones que pudieran explicar el dolor de pie. La más razonable, un mal gesto al levantarme del suelo o mientras estaba sentado, no olvidemos que todavía no tenía sillas. La menos plausible, que fuera gota, porque se me pasó el dolor después de la cerveza y un entrecot. Entre medio la hipocondría galopante como siempre.

Día 13 de abril (domingo)

¿Dolor de pie? Ok… ¡ok!

- Papá, me duele la cabeza.

¡Oh, oh! El dolor de pie había migrado a la cabeza de mi hijo mientras dormíamos. Nos quedamos en casa descansando, yo preventivamente y él paliativamente.

Finalmente llegó la ropa de Tokio, una vez convencidos en la aduana de que no soy un japonés que intenta importar ilegalmente cuatro cajas de ropa usada. Si, en domingo, aquí la entrega de paquetes no se para por nimiedades como que sea domingo. Aunque los cajeros automáticos sí estén cerrados.

Día 14 de abril (lunes)

Compramos un horno microondas que nos traerán el miércoles por la mañana. Poco a poco la casa se va llenando de todo lo necesario para sostener la vida. No sé cómo se manejaba la gente que vivía en cuevas, debían ser mucho más inteligentes que nosotros, yo necesito una máquina diferente para cada cosa que quiero hacer: la tostadora de pan, el microondas, la máquina para cocinar el arroz, la máquina para calentar el agua del te, la nevera, el aire acondicionado, el calentador del agua del baño, la televisión, la playstation, la nintendo ds, el ordenador,…; y además dependo de miles de personas para sobrevivir. Si me cortan la luz o el gas estoy perdido. Si cierran el supermercado estoy perdido. Si me cortan internet estoy perdido. Soy un analfabeto vital.

{ 1 } Trackback

  1. [...] Los lectores habituales ya sabéis las dimensiones que tiene un japonés normal, los que no seáis lectores habituales sólo tenéis que ver un combate de sumo. Actualmente los japoneses restringen voluntariamente su talla para poder vivir más juntos, porque son conscientes de las ventajas que suponen para el progreso las sociedades densamente pobladas. El medio por el que consiguen esta proeza es el ランドセル, como ya quedó explicado en otra entrada. [...]