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Contra la crisis

Como no puedo seguir con estas tonterías de criatura, hace un rato, cuando la peristalsis intensificada por la cena me ha impulsado a ir al baño, he hecho el esfuerzo consciente de apagar el interruptor que da luz al pasillo, dejándolo a oscuras.

No he podido evitar una anticipación molesta cuando tras tirar de la cadena me he quedado sin excusas para demorar la salida, pero la oscuridad que me ha recibido no era siniestra en absoluto. El excusado está en el piso de abajo al pie de las escaleras y por el hueco podía ver la luz del comedor y escuchar a mi mujer reír con la tele.

La puerta de la habitación de invitados estaba abierta.

Mis hijos dormían tranquilamente dos pisos más arriba y por el cristal de la puerta de entrada podía ver la luz de la casa de los vecinos que también debíán estar viendo la tele. La calefacción que tenemos en el suelo del primer piso calienta por igual arriba y abajo, así que el pasillo estaba más acogedor que lo que esperaba.

¿Ya lo estaba cuando he entrado?

La habitación de invitados es de estilo japonés, con tatami, por lo que cuando no hay invitados está vacía y oscura como el fondo del hueco de un pozo. La idea de tener esa puerta abierta a mis espaldas mientras iba al lavabo a limpiarme las manos me ha empujado a cerrarla. Mi mano se ha cerrado sobre la manilla de la puerta, que tiene un tamaño y forma diferentes del resto de puertas de la casa y siempre se me antoja extraña.

¡Shhhhhhhhhhhhh!

En cuanto he empezado a moverla se ha oído un frotar nervioso al otro lado y el corazón me ha dado un brinco.

Hasta que he recordado el abrigo de pluma que mi mujer tiene colgado al otro lado.

He terminado de cerrar la puerta y he ido hacia el lavabo divertido, pero notando como los latidos se desplazaban desde mi corazón hasta mi cerebro, golpeando primero en mi cuello y luego en mi cabeza. Y cuando he encendido la luz del lavabo me ha sorprendido mi cara refelejada.

Casi tengo cuarenta años, no me he afeitado, peso cien kilos y mido más de metro ochenta, pero en el momento del susto he vuelto ha ser un niño asustado de siete años y sólo me he dado cuenta viéndome la cara en el espejo.

Al principio me he parecido ridículo y me he propuesto reaccionar diferente la próxima vez que me asuste, pero luego le he visto cierta ventaja al asunto. La crisis de los cuarenta está rondándome desde hace tiempo y aquí tengo la clave para desactivarla, sólo tengo que encontrar el punto justo de miedo en el cuerpo que me mantenga la edad mental por debajo.

Creo que estos días me va a sobrar con leer el periódico cada mañana.