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La minoría sorda

Esta mañana me ha despertado un temblor, de tierra. La cama se agitaba debajo de mi, lo que hacía que yo saltase sobre ella como un salmonete recién pescado. En mi sopor no he acertado a pensar que podía tratarse de un terremoto, he pensado que todo era un sueño. Antes de poder reaccionar, el ajetreo ha cesado y mi mujer me ha preguntado “¿Lo has notado?”. Son las últimas palabras que he escuchado, al contestarle que sí no oía mi propia voz. Más tarde el médico ha confirmado que estaba sordo, una conjunción fortuita de fenómenos improbables se había confabulado temporalmente en contra de mi sentido más equilibrado.

Anoche me tomé una aspirina sin tener en cuenta que además del efecto analgésico tiene cualidades antitérmicas que combinadas con el frío que ha hecho los últimos días y mi costumbre de dormir boca arriba iban a resultar en la congelación del tímpano y las articulaciones de los osteocillos óticos, amén de que el interior de la cóclea de ambos oídos acabara granizado. El blindaje óseo que protege la cóclea hace lenta la descongelación, por lo que he pasado el día sordo y con orejeras.

La experiencia ha sido enriquecedora.

Antes de ir al médico he desayunado, no fuera a ser que me diera un desmayo por falta de azúcar en la sangre, y sin darme cuenta me he comido todas las galletas de chocolate. Cuando he terminado mis hijos me observaban atónitos y con lágrimas en los ojos, pero como no podía oírlos me ha resultado suficiente dar media vuelta y salir por la puerta para hacer caso omiso de su pena.

Ya en el hospital, el matasano se empeñaba en insertar en mi oído un aparato con forma de cono alargado cuya punta se me antojaba demasiado larga. En ese instante he tenido una inspiración y le he comentado que por motivos de seguridad había restringido las dimensiones de los objetos que podían penetrar en mi espacio auricular. Al comunicarle las dimensiones permitidas el hombre se ha indignado y se ha empeñado en enseñarme un libro en que venía detallada la anatomía del oído y las dimensiones habituales, incluso se ha sacado de la manga una página web en la que insertando dimensiones observables del la oreja y el cráneo generaba un modelo en 3D del interior del oído a escala 1:1 en la pantalla del ordenador. Por supuesto no he tenido en cuenta lo que me decía, un error, por muy experta que sea la fuente de opinión, hubiera podido suponer un terrorífico percance personal. Al final no ha tenido más remedio que recortar la punta de uno de sus conos para que se adecuara a las especificaciones que le he dado.

Con el diagnóstico en la mano he ido a clase, más para que me dieran los deberes y ver lo que se hacía para estudiar luego en casa que porque pensara que iba a aprender nada. Mi profesora me ha sorprendido sugiriendo que aprovechásemos la ocasión para hacer una clase silenciosa, comunicándonos mediante pizarras para hablar entre todos y notas en papel para las comunicaciones uno a uno. Me ha parecido una idea maravillosa hasta que la hemos puesto en práctica y entonces he descubierto dos problemas. Con la capacidad auditiva intacta, cuando alguien dice algo malo sobre mi en clase me entero de inmediato, aunque sea alguno de los chinos hablando en su idioma, siempre soy capaz de intuir si hablan mal de mi, pero con las notas secretas, cuando dos de mis compañeras se han empezado a reír disimuladamente he sido incapaz de determinar si se reían de mi. Por otro lado, cuando ha llegado el momento de proponer ejemplos de alguna construcción gramatical, quién me aseguraba a mi que los ejemplos que escribía en la pizarra no iban a circular luego copiados en notas personales entre los rezagados, plagiando mi esfuerzo sin darme crédito. He estado a punto de marcharme, hasta que de pronto se me ha ocurrido la solución: todos los mensajes personales tenían que pasar primero por mis manos y, después de asegurarme de que no había nada objetable en su contenido, yo los pasaría a los destinatarios finales. La profesora ha accedido enseguida porque soy su favorito. Mis compañeros no parecían muy contentos y diría que alguno incluso ha hablado cuando no miraba, pero en general se ha mantenido el orden y he podido asegurarme de que no sucedía nada que no me gustara.

Por la tarde ha ocurrido algo curioso, una vez descongelados el tímpano y la cadena de transmisión que termina en el yunque pensaba que volvería a oír, pero la progresiva licuación del hielo de mi oído interno ha convertido el humor en una especie de puré inelástico que ha amparado mi sordera por un procedimiento más sofisticado que el bloqueo mecánico: la absorción por compresión. Además, ha añadido un efecto inesperado, ahora no sólo yo estaba sordo, todo aquél que me tuviera entre él y el emisor quedaba también atenuado por mi presencia. Por supuesto podían oír los sonidos rebotados, pero mis oídos actuaban como un depósito en el que yo acumulaba sonidos que no podía utilizar y que además impedía utilizar a los demás. Me ha hecho sentir importante.

No ha sido hasta la noche, con la descongelación completa de mi aparato audífono que he recapacitado y he encontrado el paralelismo que buscaba con lo que me hace temblar, pero de ira, últimamente.

Cada día leo noticias que no explicarme. Tengo la sensación de que el mundo lo está dirigiendo una minoría sorda a los problemas ajenos que se aprovecha de que la mayoría somos:

  1. demasiado buena gente
  2. idiotas
  3. inocentes y crédulos
  4. cobardes
  5. vagos
  6. una combinación de todas las anteriores

¿Qué opináis? Me gustaría pensar que es porque somos demasiado buena gente, pero me inclino más por la última, aunque si fuera sólo que somos idiotas nos lo tendríamos bien merecido.