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Deberes de verano

De pequeño nunca llegué a comprender qué esperaban de mi en la editorial Santillana. Sus cuadernos de ejercicios para el verano suponían para mi una incógnita mucho mayor que la combinación de todos los misterios que enfrentaban Sherlock Holmes y Los Cinco en noches alternas en mi cama. No dejé de hacer los deberes de verano por pereza, sino por confusión, tan extraños me parecían los ejercicios que no era capaz de rellenar una sola línea.

Mis compañeros de clase regresaban de las vacaciones con sus cuadernos repletos de palabras escritas a lápiz. ¡Algunos incluso decían que les gustaba hacerlo! Yo llevaba el mío retorcido en el fondo de la cartera, casi vacío, sólo alguna palabra escrita la noche anterior sin entender qué hacía bajo la vigilancia de mis padres, que sin saber bien tampoco qué debía escribir, sí sabían sin embargo cuál era la obligación a la que había faltado entre chapoteos en la piscina, safaris en busca de insectos en los descampados y raspaduras producto de las ocasionales caídas de la bici. Que la incompetencia santillánica fuera algo genético no parecía modular su castigo, que invariablemente consistía en trasnochar hasta las tantas encajando palabras aturdido en esos temidos renglones vacíos.

Imaginad pues mi sorpresa cuando tras ver esto, me encontré planteandome sériamente la posibilidad de asignarme deberes de verano. Gracias a Jorge Eduardo Benavides y Eva Valeije por paradójicamente ahorrarme el esfuerzo creativo de elegir temas por mi cuenta durante el muermo estival.