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Blancanieves

Se cree que la tradición de vapulear a los cuentos infantiles fue originada por los cuentacuentos, oradores botarates que iban de villa en villa recontando historias mal aprendidas y despedazándolas a cambio de un vaso de aguardiente y un fuego al calor del cual arrebujarse. Cada nueva narración suponía un par de guantazos al cuento para luego dejarlo en manos de una cuadrilla de basiliscos potenciales a poco que en el auditorio hubiera un poco de instinto teatral-empresarial.

Con la invención de la imprenta se puso de moda el pavoneo pugilístico de los cuentistas. Cuanto menos reconocible quedaba el cuento tras la paliza, mayor gloria para los estilistas a vuelapluma.

El cuento sonado por antonomasia siempre ha sido Blancanieves. La historia original llegó ya tocada a los hermanos Grimm, que como buenos mamporreros que eran, la dejaron irreconocible hasta para su madre. Por si no fuera suficiente, tras casi un par de siglos de azotainas de puro trámite, el abusón de Disney le dió hasta que se le durmieron los brazos. El daño combinado fue tal que hizo desesperar de la posibilidad de reconstruir la historia original: el argumento había quedado tan desfigurado que era posible imaginarse reconocer en los tolondros amoratados prácticamente a cualquiera desde Tirant lo Blanc hasta la dama de las camelias. Por eso tiene particular mérito que finalmente el equipo de forenses literarios de la universidad de Leipzig, liderado por el doctor Reisige Schneidigen, haya dado con la que sin duda es la versión original del cuento. Estoy haciendo gestiones para publicarla en este blog en calidad de exclusiva, pero os adelanto en primicia las primeras líneas:

[Advertencia: supongo que sorprenderá a pocos, pero el cuento original es para adultos]

Érase una vez que se era un reino muy lejano que abarcaba desde el bosque de los madroños, atravesando las llanuras de la manzana, hasta las sierras de los osos. No era un reino demasiado extenso y el censo de población residente apenas daba para llenar las arcas reales en año bisiesto, pero al estar situado en el centro de todas partes resultaba conveniente y había alcanzado cierta popularidad como mercado de ganado, lo que arrastraba hasta el lugar a jóvenes pastores con ganas de diversión.

Detrás de los pastores de reses venían las pastoras de mozos. De alquiler.

Y la reina de las pelanduscas era una zorra a la que todas llamaban Madrastra por no llamarla padrastro, pues como si tal fuera era un puro pellejo al que dolía conocer. Había sido famosa en sus años mozos por sus malas artes en el buen sentido y ahora lo era por lo mismo pero en el mal sentido: se había autoproclamado monarca del trueque de favores, pasando de accionadora a accionista. Los dividendos se los cobraba en doblones y ochavos de oro, cual pirata, o en tiras de piel, cual pirada, arrancadas con el látigo que siempre llevaba por si las piezas doradas se hicieran de rogar.

Destacaba entre su corte una joven de tez extremadamente blanca y cabellos negros como la noche, favorita de Madrastra, que cada noche la seleccionaba para los servicios entre bastidores. El color de pelo era natural así que, por supuesto, el mote se lo habían puesto por la palidez que le causaba la violencia con que le reventaban el culo noche tras noche: Blancanieves.