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Las gafas del mal

Me ha llegado una carta que me tiene preocupado. En ella un tal Böse Briefträger me comunica que ha encontrado mis gafas del mal en el interior de una caja que compró sin abrir como parte de un lote en una subasta pública y que, si todavía me sirve la misma graduación o le tengo cariño a la montura, me las puede enviar.  No me decido.

Perdí las gafas a los quince años en un viaje de estudios por Europa. Casi se podría decir que las olvidé a propósito en algún lugar desconocido, estaba harto de ellas. A caballo entre la rebeldía y la fragilidad, dispuesto a ser un joven contestatario y romper con todo y todavía fácilmente humillado por las burlas de “capitán bueno” y “ojos de lince”, no tuve la fortaleza de mandarlas a freír puñetas por lo que eran sino por sus consecuencias sobre mi.

Ahora, tantos años después, veo las cosas de otra manera. Reconozco las ventajas de poder calibrar mi mirada con objetividad y ser capaz de percibir la maldad en su justa medida, sin dejarme llevar por ascos ni gustos. También entiendo que a mi yo adolescente le provocasen aversión: la adolescencia es una edad para equivocarse y aprender, no para la serenidad y el juicio moral preciso. Y ese es el problema, ya no soy un joven, soy un adulto al menos en edad desde hace tiempo. Me da miedo ponérmelas y ver el mundo como es.

Me da miedo mirarme al espejo y ver que no he aprendido tanto como creo.