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Capítulo 4

El proyecto

A las 6:30 de la mañana del miércoles 1 de enero de 2031 llegaba a las oficinas de la Agencia Espacial Europea la noticia del descubrimiento de vida inteligente de fuera de la galaxia, interrumpiendo las vacaciones de navidad de muchos empleados de la misma, empezando por Klaus Geschlechtrakete, director.

A las 8:30 se reunía el gabinete de crisis para decidir cuáles iban a ser los siguientes movimientos. La reunión se saldó con el lanzamiento de un proyecto VIP de máxima prioridad con presupuesto de emergencia para lanzar una misión tripulada al encuentro de la civilización emisora. El encargado de liderar el proyecto y conformar el equipo de proyecto sería Torcuato Gutiérrez, hombre de confianza del director y persona de amplia experiencia en la agencia con excelente trayectoria profesional.

Torcuato se encontraba en ese momento de vacaciones en Roma, ajeno a todo y pensando en como podría ligar con la italiana que iba pedaleando a la Tinto Brass delante de él. No se hacía demasiadas ilusiones al respecto, pero en su interior quedaba todavía la esperanza de conservar la llama que creía haber tenido en sus años mozos. Cavilando como iba en otros menesteres, no atino a observar que la moza había reducido la marcha y posaba ya sus pies en el suelo tras frenar la bicicleta en el semáforo rojo y la abordó por detrás en forma sustancialmente diferente a como se imaginaba breves instantes antes, aunque por lo menos clavando los frenos. Bicicleta y moza rodaron por los suelos tras el empellón y quedaron tendidas, una girando perezosamente las ruedas y la otra no.

Torcuato pasó del éxtasis acariciado en sueños a la gota de sudor fría, pero como era un hombre de los que afrontan los problemas de cara, bajo del coche para ver si podía ayudar o llamar a una ambulancia. No tuvo tiempo. Nada más poner el pie en el suelo, un pizzero en plena derrapada, involuntariamente aplicando la ley del talión, le pegó un viaje con el maletín de reparto y lo envió soñando al lado de la desafortunada muchacha. Al no ser de los que afrontan los problemas de cara, el repartidor no tuvo mayores problemas para saltarse el semáforo y seguir su agitado viaje calle adelante, con las pizzas calientes pero meneadas.

Torcuato despertó en el hospital mirando a un carabinero de los de pantalones de rayas rojas. El policia esperaba paciente su despertar con una libreta en la mano. Tras un momento de pánico, Torcuato recordó el accidente y le explicó atropelladamente las circunstancias al agente de la ley.

– Me distraje un segundo y no pude frenar a tiempo, golpeé la bicicleta y al bajar del coche algo me golpeó a mi.¿Cómo está ella?

– Parece que está bien, pero no recuerda nada del accidente. El médico dice que le volverá la memoria en poco tiempo, pero que iría mejor si se encuentra con una cara conocida.

A Torcuato le pareció que ya conocía la película y eso fue lo que le envalentonó a seguir con el juego.

– Es mi novia, acababamos de despedirnos. Me ha adelantado en el semáforo y no me he dado cuenta a tiempo.

– Si es que los ciclistas a veces se comportan como si la calle fuera suya y claro, luego el disgusto es para nosotros los conductores. Usted ha tenido suerte, pero si viera la de compañeros a los que un ciclista les ha amargado la vida con sus imprudencias.

Torcuato sintió el impulso de defenderla, pero se mordió la lengua. En el guión que estaba empezando a formarse en su cabeza, el policía no era más que un secundario y ya había agotado sus dos frases. Le quedaban como mucho un susto y la despedida.

– ¿Me deja usted su documentación? – dijo el agente con nombre de quisquilla crecida.

A pesar de haberlo previsto, Torcuato se puso pálido – La tengo en el coche, ¿lo han traido al hospital?

El policía meditó sobre el contratiempo antes de despedirse.

– No se preocupe, dado que no habrá denuncia, esta vez haré la vista gorda. Adiós.

- Adiós – dijo Torcuato con una sonrisita en plano corto y, girando la cabeza, enlazó con un plano medio con el box de al lado en que María, con la cabeza vendada, hablaba con un neurólogo. Torcuato ya sabía cómo terminaba la película y aguardaba impaciente el momento de llevar a María a casa y descubrir que en realidad no estaba amnésica, sino que se había enamorado de él en un flechazo fulminante. No contaba con que María, aun sin haber perdido la memoria, tenía una película diferente en la cabeza.

Salieron del hospital del brazo, Torcuato con una sonrisa boba en la cara y María calculando mentalmente.

– Son tres mil euros, y la cama opcional.

Torcuato no supo entenderla al principio, sobrecogido como estaba por la escena que se desarrollaba un poco más adelante en su cabeza. Pero pronto se disiparon las fantasías y volvió a la realidad.

– Pero, usted, ¡usted es una puta! – espetó de forma no muy delicada, en gran parte debida a la sorpresa.

María no reaccionó mal, puso cara de resignación y le hizo un mohín entre resignado y desafiante que despertó sus más bajas pasiones. Lo único que evitó que la poseyera allí y en aquél preciso momento fueron los coros de hermanas de la caridad que daban la bienvenida al año nuevo al pie del hospital. Ella pareció darse cuenta, le sonrió y se giró dándole a entender que la siguiera, cosa que hizo sin pensarlo demasiado.

Llegaron a una casa maltrecha con una escalera sobre la fachada que subía a una buhardilla empotrada sobre el edificio de cualquier manera. A medida que subían los escalones, Torcuato notó como su corazón se iba acelerando y latía cada vez más fuerte. No era la primera vez que trataba con una profesional, pero por alguna razón esta vez le asustaba no dar la talla. María le había cautivado de tal modo que por nada del mundo hubiera querido hacer algo que la desagradase. Por decir algo y romper de esa forma el silencio incómodo que había causado su acertada, pero inoportuna observación, le preguntó su nombre.

– María Penélope Spezia – contestó sonrojándose.

María sabía que su nombre tenía gran trascendencia bíblica y que su madre se lo puso, más que por su gran musicalidad, por lo que tenía de recomendación acerca de las virtudes del comportamiento digno. Por eso María se ruborizaba siempre antes de subir con un cliente, y por eso la llamaban “La rosa de azafrán”.

Torcuato no daba crédito y la cabeza le daba vueltas: María, ¡Penélope! Durante años en su juventud había soñado, noche sí, noche también, que se encontraba amarrado en el lugar de Ulises, atado al palo mayor sufriendo el dulce canto de las sirenas, imaginando en todas ellas el rostro de su amada Penélope, pero cuando alguna de aquellas criaturas mágicas, nunca dos veces la misma, asomaba a la superficie acompañada del chapoteo de sus redondos pechos y sus jugetones pezones, siempre verdes como las algas, se despertaba sin poder haber visto su cara.

Aquella primera noche charlaron un poco de esto y un poco de aquello, él intentando controlar sus nervios y ella sus motivos tendría. Estaban discutiendo sobre la conveniencia de servir antes la leche o el té cuando María se levantó y dijo que se iba a poner algo más cómodo. Torcuato se sobresaltó. Notaba el latido de su corazón en el pecho, en la cabeza, en los pies y en el ritmo semi-independiente que seguía su bragueta. Intentó relajarse, pensar en los argumentos a favor de la precedencia el té, pero todo fue inútil cuando oyó el agua correr. Vinieron a su mente imágenes de escamas, de peces y de sirenas y tuvo que agarrar fuertemente el sillón para que sus manos no deambularan por lugares erectos de su anatomía.

Media hora de tortura exquisita después, María volvió envuelta en una bata de seda roja. Se había quitado la venda de la cabeza y su pelo, negro, colgaba hasta más abajo de sus hombros. La bata acariciaba su figura suavemente, enmarcando su cadera y sus nalgas redondas, y un poco más arriba, sus pechos, que Torcuato recordaría por el azul de sus pezones.

– Venga, no seas niño – no pudo menos que exclamar al ver a Torcuato con la boca abierta, rendido de admiración. Lo dijo con una voz diferente de la que había empleado en la calle. Su voz sensual, espesa y dulce como el chocolate caliente. Torcuato tardaría bastante tiempo en familiarizarse con la multitud de voces diferentes que utilizaba María según la situación.

– Vamos a la cama – dijo, dejando caer la bata a sus pies.

Torcuato la siguió hasta el dormitorio. Ella le desabrochó la camisa, botón a botón, mirándole a los ojos con los suyos brillantes, que se reían con cada ojal que quedaba vacío. Cuando terminó con los botones, abrió la camisa y se le acercó, apretando su cuerpo contra el de él, que la besó con fuerza mientras ella introducía una de sus piernas entre las suyas. Tras el beso, se separaron un poco, y Torcuato pensó que le miraba con algo más que los ojos, aunque no tuvo mucho tiempo para detenerse en el análisis. Le agarró del cinturón y empezó a quitarle los pantalones.

– Espera – dijo María cuando ya no le quedaba más que la camisa, y se fue hacia el balcón. Él no podía apartar sus ojos de su piernas largas y delgadas, no podía esperar a sentirlas abrazándole con fuerza mientras se perdía en su interior. María se apoyó de espaldas a la barandilla y mirándole dijo: – Ven.

Torcuato se acercó dando bandazos desde más abajo del ombligo y algo cohibido por el hecho de salir prácticamente desnudo a la vista de cualquiera que quisiera mirar. Pero entonces se fijó en ella, con las piernas separadas, mostrándole su cuerpo y dándole el culo al resto del mundo y se olvidó de todo. La sentó en la barandilla y la penetró con fuerza, ella se medio incorporó y él la volvió a penetrar, ella bajaba cada vez más con más fuerza sobre él y él gemía cada vez con más intensidad, arrancando pedazos de la oxidada barandilla en cada acometida.

- Cógeme de las piernas – le susurró al oido – más fuerte.

La agarró con fuerza de los muslos y entonces ella se soltó de su cuello,

Colgar sobre la calle a tres pisos de altura pareció darle lo poco que necesitaba para alcanzar el orgasmo y le arrastró detrás poco después. Un poco más tarde, cansados todavía de trepar por la pared desde el balcón del piso de abajo, se acostaron. Aquella fue la primera noche que durmieron juntos. En cuanto cerró los ojos a su lado empezó a soñar con ella. Soñó que una sirena con su cara le cantaba subida al bauprés de su barco. Él estaba atado al palo mayor y por muchos esfuerzos que hacía, no podía soltarse. Ella, sin piernas, tampoco podía venir hacia él. Así pasaron toda la noche, ella cantando, él deseándola y lanzando lametazos en dirección a su pecho y a los dos pequeños bultitos que le miraban directamente desde él, azules. Le despertaron los jadeos de María, que tarareaba con cara de pasarlo bien la canción que él había oido en el sueño. Torcuato hizo una caricia tentativa en el aire, cerca de su pezón izquierdo y ella se estremeció, la repitió sobre el derecho y la recorrió un espasmo de placer. Entreabrió los ojos.

- ¿Tu crees que las sirenas pueden hacer el amor? – le preguntó y volvió a dormirse. Él cerró los ojos y, otra vez en el sueño, oyó a la sirena cantar:

“las sirenas hacen el amor en lechos de coral,

incómodos, sí, pero no hay sitio igual”

Tras lo cual, en vista de la imposibilidad de acercarse a él, se empaló en el bauprés mirándole a los ojos, entre grititos, demostrándole que, ciertamente, las sirenas pueden hacer el amor. Cuando volvío a despertar la sábana tenía un agujero por el que asomaba satisfecho su bauprés y una mancha lechosa adornaba el techo sobre la cama.

- Las sirenas no sólo pueden, sino que deben, hacer el amor – le dijo a María cuando despertó y ella rió como si supiera lo que había pasado. Más tarde, al ver la mancha en el techo y el agujero en la sábana, se cayó al suelo entre convulsiones provocadas por las carcajadas.

Echaron a suertes el primer turno en el baño, pero los dos pidieron cara y salió cruz, por lo que tuvieron que compartir el segundo turno. Mientras ella preparaba el desayuno que iban a necesitar, Torcuato llenó la bañera. El baño se convirtió pronto en una recreación acertada de ‘La Tempestad’, con espuma y olas rebasando el borde de la bañera y diversos efectos sonoros de acompañamiento, no truenos, pues habría sido de mal gusto, pero sí gruñidos, jadeos y algún ‘¡Ay!’ producto de torsiones involuntarias en el espacio reducido. Se iban a dar una ducha juntos cuando sonó el teléfono móvil de Torcuato, que salió de la ducha para contestar.

– ¿Torkuato? – pregunto Herr Geschlechtrakete, que siempre conseguía transmitir hablando su idea de que el nombre de Torcuato contenía una ‘k’. Que se supiera era la única letra extemporánea que aparecía en el perfecto castellano del estimado Dr. Klaus, tanto hablado como escrito.

– Buenos días Dr. Geschlechtrakete ¿a qué debo su inesperada llamada? – hubiera contestado Torcuato si en ese momento María no hubiera empezado a cantar.

María cantaba en la ducha canciones marineras con voz de barítono alcoholizado. A Torcuato se le ocurrió primero que quizás hubiera entrado otro hombre en el baño, pero pronto comprobó que era ella misma la que arrastraba la voz aguardentosa escupiendo palabras que tal vez un marinero borracho se hubiera atrevido a murmurar muy por lo bajo. Cuando la vió bajo el chorro caliente gritando a pleno pulmón, desafiando a los dioses con aquella voz cavernosa a bajar de su pináculo y darle por el culo con un mango de escoba astillado, su nombre se le grabó en el corazón para siempre y nadie lo conseguiría borrar.

– Torkuato, no le oigo bien, por favor salga usted del karaoke – dijo el doctor, agradecido por la oportunidad de remarcar tres kás en una frase, cuya escasez consideraba un defecto en las lenguas latinas en general y en el español en particular.

Torcuato se presuró a salir del baño para empezar la conversación en que se enteraría de su nuevo trabajo y que le haría perder a María.

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