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03/11 – Mario el banquero

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Pelo rubio y corto. Gafas de pasta negras. La camisa de manga larga blanca y la corbata marrón. Sentado detrás de la mampara de cristal contando billetes con el dedal de goma. Con cara de importarle todo un comino.

Afortunadamente, pues moriría cinco minutos después de un ataque al corazón.

O eso parecería. El último cliente, el joven estudiante vestido estilo “amo a Laura” (día 13) le había insuflado una potente neurotoxina (cuarto martes de primavera) en los pulmones a través de una rendija en el cajón deslizante, sincronizando perfectamente su espiración con la inspiración del cajero al acercarse para dejar los billetes. Había empleado los cinco minutos que le quedaban de vida al cajero para subirse en su potente motocicleta (fricandó) y abandonar la escena.

Esta muerte no sería reportada al comisario como un asesinato ni pasaría a formar parte de las estadísticas del crimen. Todo había ido perfectamente, si no se tenían en cuenta las visiones de un piso vacío con las paredes empapeladas en lugar de pintadas. Con muebles barnizados en colores ocres y tapetes sobre los brazos de las butacas. Moqueta en el comedor y el dormitorio y un cenicero en cada superficie horizontal. La brisca de los domingos y la ocasional fresca de los viernes por la noche. Las llamadas a mamá entre medio, puntuales el medio día del sábado justo antes de la siesta, en pijama.

Nada de ello era falso, ni importaba tampoco. El asesinato furtivo lo convertiría todo en irrelevante de todas maneras. Lo único con lo que nadie contaba es con que el cajero se llevase un secreto a la tumba, un secreto tan secreto que ni siquiera él lo conocía.

El hombre que le había dado el empujón al otro mundo empezó a sospechar que algo no iba bien en el segundo semáforo que se pasó en ámbar. Normalmente no lo hacía, era mejor evitar cualquier posibilidad de contacto con la policía. En las dos ocasiones, un coche había saltado el semáforo detrás de él, aunque le constaba que el semáforo estaba rojo para entonces. Una persecución sigilosa requería al menos de tres vehículos, así que aminoró la marcha y se puso a calcular la ruta que le descubriría cuántos exactamente. Luego se dirigió al piso que tenía para semejantes menesteres.

Aparcó la moto en la calle y dejó las llaves puestas, ya no la volvería a necesitar. Abrió el portal y comprobó el buzón para sacar las cartas que él mismo había metido hacía ya unos meses. Esperó para hacerlo a que sus perseguidores le tuvieran a la vista, es de mala educación no invitar a los invitados correctamente. Luego tomó el ascensor hasta el quinto y abrió la puerta del B.

Los perseguidores consultaron el buzón: Dr. Jacinto Larpón, Quinto A. Subieron convencidos de que la marca seguía sin sospechar nada y que no sabía que las vueltas que había dado para comprobar si alguien le seguía no habían servido de nada, puesto que utilizaban un moderno método de persecución inventado por el FBI que requería de cuatro coches. Por ello la sorpresa fue mayor al abrir la puerta del piso con las ganzúas ultra-silenciosas de la CIA. Dentro no había nada, ni nadie. Estaban dando media vuelta cuando cayó la noche.

Un piso vacío de un único ambiente, perfectamente embaldosado y con una sutil pendiente hacia un enorme desagüe en una esquina. Las ventanas de cristal triple siempre cerradas y las paredes insonorizadas. Un perfecto lugar para conducir entrevistas. El juego de alicates que guardaba en el apartamento de enfrente contribuía a hacer las conversaciones más ágiles y sinceras. Especialmente si había espectadores.

La historia que le contaron los maleantes era un poco inquietante, pero nada inesperada. Llevaba unos meses aguardando algo así. Desde la charla con Fray Dominico sobre el mafioso que quería contratarle para acabar con un pez gordo de la mafia calabresa. Envió su respuesta habitual: no. La siguiente charla con Fray Dominico nunca tuvo lugar, alguien le había rellenado la sotana con pirañas. Con él todavía dentro.

La provisión de frailes era considerable. Y comprensible dadas las laxas normas que regían aquel monasterio en particular. Los monjes se prestaban a hacer de intermediarios en el entendimiento de que cosas desagradables podían suceder, aunque las pirañas eran una novedad. Aún así, la vida que llevaban era tanto mejor que la que habían llevado que la posibilidad lejana de una tragedia no modificaba en absoluto el sentido de sus votos. Votos además, cuya transgresión sería castigada con mucha mayor severidad, algo que sólo había hecho falta demostrar una vez, en la persona del trágicamente consumido Fray Benedicto. Como estaba previsto, Fray Saturnino ocupó el lugar de su desafortunado hermano.

El instigador de la transformación del clérigo en comida para peces era un tal Don Marmitaco, Leopoldo Reyes de nacimiento. Del Bierzo para más señas, pero italiano de corazón. Había crecido entre pedradas y navajazos en un barrio chungo de Ponferrada. Su padre trabajaba en Compostilla, una central térmica en una región perfecta para la producción hidráulica. Leopoldo, ajeno a las razones económicas de la producción de la energía, se avergonzaba del trabajo de su padre, que volvía a casa cubierto de hollín como correspondía al técnico de calderas más experto de toda la península. Eso no lo veía Leopoldo, que paseaba con su cuadrilla por las montañas y podía ver el humo negro que se desprendía de las chimeneas que mantenía en funcionamiento su padre y un poco más allá veía los saltos de agua de las otras centrales. Pensaba en su padre como una oveja, más que negra, mugrienta. Esto continuó hasta que a Leopoldo padre, coincidiendo con la llegada al pueblo de un contingente de trabajadores italianos, que le hicieron más difícil la labor por diferencias culturales insalvables, se le acabó la paciencia. Un día, tras la cotidiana burla o mueca de asco, cogió a su hijo de una oreja y le dio una somanta de palos. Luego lo puso a trabajar recogiendo con una pala los restos de carbón que caían durante el transporte del mineral, de la mina al almacén y del almacén al horno. Allí Leopoldo hijo hizo dos descubrimientos: su padre los tenía bien puestos y él también quería ser diferente, italiano incluso.

La idea se fue acentuando con la llegada de las primeras películas de gangsters al cine local. A los doce años ya sabía qué quería ser de mayor: Lucky Luciano. Empezó a mascullar “mascarpone” entre dientes, porque Amanzio siempre lo decía. Lo que no sabía es que lo decía porque si decía lo que quería decir en realidad su padre le cruzaba la cara. Así dio principio a un aprendizaje sesgado del italiano que culminaría en la creación del dialecto siciliano del Bierzo muchos años después.

Montó su primera cuadrilla con tres amigos del colegio, curiosamente ninguno de los tres italiano: Luis, Pedro y Armando; o como ellos preferían: Luca “la Piedra”, Pietro “el Azucarillo” y Armando “el Lobo”. Leopoldo, tras un viaje a la playa del Sardinero, tomo como sobrenombre Don Marmitaco. Sus primeros intentos de extorsión no pasaron de las golosinas de sus compañeros de clase, pero cuando se cansaron de adoquines y piedras de azúcar empezaron a acosar a los hermanos mayores de estos. Al principio recogieron moretones, chichones y algún descalabro. Hasta la “omeletta”.

Don Marmitaco había sacado la idea de una película que había visto por la noche en la tele escondido detrás del sofá. Entre el mal ángulo y el sueño que tenía no comprendió gran cosa. Se le mezcló la cena con una vaga idea de juramento de sangre que hacían los hombres al entrar al servicio de la familia y una mano negra que aparecía de noche mientras todos dormían y amenazaba con grandes sufrimientos: la omeletta. Los cuatro hicieron el juramento de la omeletta una noche de luna llena, se cortaron la muñeca, vertieron la sangre en un cuenco y como a todos les daba reparo beber aquella porquería, se mojaron las manos y dejaron sus huellas sobre el lomo de una vaca. Luego volvieron a sus casas, todos menos Luca, que se había seccionado un tendón de la muñeca y tuvo que pasar un par de días en el hospital y vacunarse del tetanos.

El rito de paso les dio fuerza. Todos aquellos que les habían apaleado despertaron al lado de un ratón muerto y un papel con una mano negra y las palabras “il nostro corpo” con el significado (para sus autores) “eres nuestro”. Habían tardado un par de semanas en recoger ratones suficientes y tuvo que acabar con ellos Luca con la escayola, porque a los demás les daban grima los chillidos de agonía. Pero sirvieron su cometido, todos los chavales pensaban que estaban idos de la cabeza y eran capaces de cualquier cosa. Cuando se los encontraban en el camino, Luca todavía con las manchas de sangre en la escayola, el arrojo con que les habían combatido anteriormente se esfumaba.

Esa fue su primera lección: si no tienes fuerza, aparéntalo.

También fue su última lección, sus cerebros no daban para mucho más. Con dedicación ciega, sin embargo, ese único mandamiento les bastó para montar un pequeño imperio que lindaba con la mafia gallega por el norte y la mafia rusa por el sur. Y ese imperio era amenazado ahora por Don Giovanni, un verdadero italiano, de Calabria, que no entendía ni de la omeletta ni del mascarpone. Luca había perdido un ojo intentando negociar con Don Giovanni, que no había entendido una palabra de su siciliano del Bierzo y pensó que se burlaban de él. Así que Don Marmitaco decidió que su única ley no servía de nada si no podían comunicarse y lo que había que hacer era acabar con él.

Un primo de un amigo había conseguido una separación rápida y permanente gracias a un consejo de un conocido al que alguien le había recomendado una forma de deshacerse de quien quisiera por seis mil euritos y un fax a un monasterio de Teruel. Don Marmitaco lo había intentado y había recibido una respuesta sorprendente. Tras hablar con un monje había optado por mostrar su posición de fuerza, pero nada había sucedido. Eso le había llevado a organizar la muerte del cajero, al que nadie conocía y habían elegido al azar por su página de Facebook. Lo que son las cosas, si el sol no se hubiera reflejado en el ojo de cristal de Luca, nunca hubieran visto el destello de la pajita que utilizó el asesino para deshacerse del cajero y su vigilancia de 24 horas hubiera sido inútil, pero la vieron, y fue mortal.

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