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05/11 – Luca, Pietro, Armando y la carnicería

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La piscifactoría que brevemente regentó Don Marmitaco puso en marcha lo que sería el fin de su pequeña incursión en la Cosa Nostra. Sin saberlo reclamó un premio que había estado aguardando al equivalente del turista un millón: fue el cliente potencial número 27 en ser rechazado que reaccionó mal. Al inicio de su carrera, el asesino había definido un conjunto de reglas a las que atenerse, una especie de normativa personal a la que se ajustaría con rigor a partir de entonces y hasta conseguir su objetivo. Toda su idiosincrasia al determinar los medios por los que ponía fin a la vida de alguien era un reflejo de lo intrincado de las leyes que se había impuesto al renunciar a las de la sociedad en la que vivía.

La primera norma que se había marcado al empezar había sido no aceptar casos de alta visibilidad, esto incluía personajes famosos, políticos y reyes del crimen o, como venía siendo frecuente, combinaciones de los mismos. El motivo por el que lo había hecho no era el miedo, cada año celebraba su cumpleaños reservándose un par de semanas para acabar con el personaje público que apareciese en pantalla a la hora de su nacimiento y haciendo que pareciese un accidente o un asesinato conspiranóico irresoluble. Hasta ese momento había sido una política incluso positiva para la especie humana en conjunto, curioso la cantidad de personajes prescindibles, cuando no directamente nocivos, que aparecían por televisión. El principal motivo para aceptar sólo casos de garbanzos y panceta era su cotidianeidad. El asesino necesitaba ponerse a prueba al menos una vez por semana y 52 asesinatos de alto nivel al año hubieran sido imposibles. Había previsto cierta reticencia a la negativa por parte de cierto tipo de consumidores y por eso tenía su frasquito de ansiolíticos en forma de monjes que ofrecía como bálsamo para los nervios de los que se sentían ninguneados por el rechazo.

Hasta que contaran en número veintisiete, entonces daría un escarmiento, porque él también se tenía que permitir algún capricho y porque los monjes también se ponían nerviosos.

Por eso le vinieron tan bien las migas de pan que había puesto Don Marmitaco en su camino. Por ellos supo de Luca, Pietro y Armando, los hombres de confianza del Don, como él los llamaba, sus Consistenti. En ese orden acabó con ellos: Luca, Pietro y Armando.

Empezó con Luca que pasó por el mundo como un terremoto y se fue de él de la misma manera. Ya aburre mencionar que dicen que la vida se pasa como una película por delante de los ojos cuando nos damos cuenta de que vamos a morir; Luca no tuvo esa experiencia, estaba demasiado ocupado atento a lo que pasaría después en su propia función. Murió con un dedo medio agarrotado, del tendón mal curado que se cortó durante la omeletta y un ojo en un tarro de cristal en casa de Don Giovanni, y a ninguno de los dos le había dedicado un segundo lamento después del ¡ay! en el momento en que se produjeron. Así era Luca, un inconsciente. Su muerte fue rápida, el asesino sabía que el agua no brota de las piedras.

Pietro, en cambio, era un terreno fértil y se veía a simple vista. Desde su mote, producto de su primera experiencia sexual, pagando. Hasta su voz suave, que intentaba pasar desapercibida. Todo en él indicaba una voluntad débil que había encontrado en el Don un vendaval de intención que le impulsaba hacia adelante. Azucarillo era el sabor que según la primera señorita que se la chupó tenía su virilidad. No era tremendamente masculino, y por eso a sus compañeros les pareció tremendamente acertado, a la par que divertido en ese gusto por la humillación del otro que compartimos todos, así que el mote se quedó. El regusto no, bien fuera por su afición a la cazalla o a alguna guarrería mal curada, si hubiera retrasado unos años su iniciación es probable que le hubieran conocido como Pietro Ponzoña, que hubiera resultado mucho más inquietante. La vida es una sucesión de desenlaces ignorados.

La muerte le encontró en el camino de vuelta a casa y lo llevó a un apartamento ya conocido en un quinto piso. Allí, separado del torrente propulsor que era Don Marmitaco, Pietro se encontró a merced de un inquisidor medieval soportado únicamente por su débil empeño. Como decían los gánsteres de las películas: derramó las habichuelas. Lo contó todo

De Armando el Lobo no hacía falta ya ni averiguar el sentido de su apodo. Su muerte fue limpia y rápida y dejó detrás una incógnita.

Tras acabar con los tres consistenti, el asesino tenía por delante una labor de las del estilo que prefería Fray Benedicto, debía terminar con todas las patas del cienpiés que era la organización de Don Marmitaco. Lamentablemente no podía permitirse el lujo de esperar con una lupa sobre el hormiguero achicharrando con parsimonia. Tenía poco tiempo, a lo sumo un par de días para acabar con todos. Dio principio la carnicería.

La carnicería era un estilo que el asesino tenía pocas oportunidades para practicar y que, aunque de ejecución tosca, requería una gran concentración y mucha visión estratégica. Acabar con un grupo grande de personas es como comer frambuesas, hay dos estilos. El estilo paciente y mesurado que propugna comerlas de una en una disfrutando de cada bocado y sólo puede disfrutarse en solitario o sin ambición. Y el estilo apresurado y glotón que requiere masticarlas a puñados para evitar que vayan a parar a la boca de otro y puede practicarse en grupo si uno tiene la boca y las manos grandes. El problema principal es conseguir que las piezas estén lo suficientemente juntas como para abarcarlas de un manotazo. Gracias a Pietro, el asesino disponía de suficiente información, ahora sólo hacía falta programar una secuencia de acontecimientos que provocase la agrupación de individuos en una serie de lugares previamente designados como mataderos.

Los principios siempre son sencillos. La fiesta de cumpleaños del Don se planificaba siempre con gran detalle y sólo faltaban dos meses. La convocatoria de reunión de lanzamiento no sorprendió a nadie, asistirían todos los peces gordos y suficiente músculo como para protegerlos. Eso daba cuenta de casi un tercio de la organización. Por supuesto, no podía acabar con todos de un plumazo, eso hubiera provocado el caos y una estampida que iba contra el espíritu de la carnicería. Diez lugartenientes fueron elegidos por su saña y ambición y el asesino organizó atentados fallidos que les hicieron quedarse en casa aquella noche. Una vez organizada, la carnicería se desarrollaba siempre con fluidez o fallaba estrepitosamente. En el caso de Don Marmitaco, cuando quiso darse cuenta, estaba sólo en su piso y nadie le contestaba al teléfono.

Todo empezó con una masacre. Los centros de mesa en la sala de juntas estaban rellenos de bolas de acero y explosivos además de las flores y adornos. Los presentes acabaron luciendo claveles bien encarnados. Enseguida corrió el rumor de que los diez habían organizado un golpe de mano y que estaban reunidos en una de las fincas. Todos corrieron hacia allá, pero era una trampa, se rumoreaba que estaban en otra finca… De esta forma, en once cómodos manojos, el asesino acabó con todos ellos.

Había tardado exactamente treinta y nueve horas.

Ahora faltaba el Don, que empezaba a estar preocupado.

El asesino estaba cansado. Estaba acostumbrado al esfuerzo físico y a trabajar sin dormir, pero esta vez una oscura premonición se le había hincado en el corazón. Notaba que sus pensamientos se iban de lo aburrido a lo barroco y no encontraba un término medio. Algo estaba pasando y algo estaba por venir. En esa incómoda dualidad ignorante, el asesino sabía que le quedaba una página por pasar antes de terminar. Un capítulo que cerrar.

Sabía que no iba a ser agradable.

Con la angustia firmemente sujeta por las riendas, el asesino se encamino al piso del Don, en el ático de un edificio elegido principalmente por la estatua que había en el portal de un hombre con un pie sobre el globo terráqueo en ademán de conquista. El escultor había querido indicar torpemente que el ser humano había conquistado el planeta y lo había doblegado a su voluntad, el Don lo había visto como un augurio de su futuro y cuando le habían impedido comprarlo había convencido al empresario dueño del ático de lo conveniente que era su venta por una cantidad a todas luces más que suficiente y que coincidía en fracciones exactas con el valor real del piso en el mercado.

Le quedaban escasas horas para disfrutarlo.

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