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06/11 – La puerta

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En cuanto entró en el piso el asesino se notó aturdido, pesado, como si estuviera leyendo uno de esos párrafos soporíferos que atolondran las novelas de acción describiendo de manera inacabable un ganso de mármol o una cucharilla o el rumor de las olas del mar. Sus pasos no hacían ningún ruido sobre la tupida alfombra del recibidor, y el sistema de alarma seguía convencido de que nadie había entrado en el piso.

La disposición del piso había sido un regalo de Pietro el azucarillo, que ya no pensaba cuando lo hizo en lo improbable de que cambiase nada su sino. Se dirigió pasillo adelante hacia la puerta del dormitorio del Don. Era una puerta nada significada, a juego con el resto del piso, de madera blanca con tiradores dorados y doble hoja. Eso debería haber bastado. Pero le produjo una impresión extraña.

Los batientes encajaban en el marco y el uno en el otro de forma tan perfecta que parecía todo cortado de un mismo bloque de madera y lo único que indicaba su función eran los tiradores a la altura habitual. Eso le produjo al asesino un escalofrío, la idea de que existiera en el mundo una mano capaz de tallar con semejante perfección le causaba más inquietud que el que fuera todo producto de algún laboratorio con tecnologías de corte de precisión. El conjunto parecía sugerir algo más que la perfección fría de una máquina, transmitiendo una calidez acogedora que invitaba a abrir y a mirar dentro. Cuanto más miraba la puerta más detalles creía percibir, sus ojos se habían convertido en un proyector de imágenes por el que entraba un torrente de detalles nimios e insignificantes que se iban cargando de significados al ser acelerados por su nervio óptico y colisionaban con sensiblería en sus neuronas. Sus centros de visión, habituados a guiar desapasionadamente y con puntería impecable no estaban equipados para manejar semejante chorro de emociones y el asesino trastabilló.

El grano de la madera, que al principio pensó que había sido pintado, pero que una segunda observación confirmó que era madera apenas barnizada con una laca transparente sin brillo, dotaba al conjunto plano de un volumen imperceptible que de alguna manera se transmitía al observador y la hacía más real. El asesino apenas podía respirar, era como estar en una pesadilla en la que sus sentidos se hubieran hecho pesados y todo entrase en él con una contundencia desacostumbrada. Involuntariamente volvió su atención al grano de la madera. Cada veta, cada arco descrito sobre la superficie parecía estar ahí por algún motivo, como si la mano experta de un pintor hubiera manipulado la tierra para hacer crecer el árbol perfecto para construir la puerta tal y como era en ese momento. Cada contraste en el tono daba una nueva dimensión a la puerta, cada ondulación explicaba su temperamento. Una lista natural en la parte superior transmitía fuerza y ligereza a la vez, comunicando sin necesidad de mover la puerta sobre sus goznes la suavidad con que describiría una curva perfecta al abrirse. Otra veta equivalente en la parte inferior izquierda parecía estar indicando el silencio con que se detendría la hoja al terminar de describir su arco de apertura, frenando por si sola. La forma en que todo un conjunto de imperfecciones en el lado derecho reforzaban el tenue oscurecimiento provocado por las sombras del relieve tallado en el centro confería a la puerta un aire inexpugnable.

El asesino se sentía como en el último asalto de un combate a quince, cuando el oxígeno se agota y el cuerpo se va alargando con el tiempo que pasa, de forma que cada vez hace falta cubrir más distancias para atravesar el mismo espacio. Notaba que le faltaba el aire, se le llenaba la cabeza de adjetivos sin sentido y encontraba paralelismos entre trivialidades sin ninguna conexión. Ahora observaba la decoración tallada sobre la puerta, casi podía oír el vaivén de la gubia sobre la madera susurrando una amarga canción de experiencia, debatiéndose entre el pesar por cortar la pulpa que aún vivía y la alegría de labrar una onda perfecta donde antes no había nada. Al dar un paso atrás para tomar perspectiva se dio cuenta del aparente error que había en la falta de simetría del adorno de las dos secciones que formaban la puerta, una más ancha y corta y la otra más larga y estrecha. La diferencia nuevamente era apenas perceptible, pero en el estado de conciencia alterada en que se encontraba, el asesino era capaz de distinguir diferencias microscópicas y además leer en ello razones que a cualquiera se le hubieran escapado. Notó la metáfora subyacente que había grabada en las variaciones de tamaño y estuvo a punto de perder la conciencia. Se abrió ante él la imagen del tránsito en el tiempo y cómo nos mueve irremisiblemente de un espacio a otro, indistinguible, con cada segundo que pasa, igual que una secuencia de puertas inevitablemente abiertas y que debemos cruzar en una desenfrenada caída hacia adelante que nada mas que la muerte puede interrumpir, mutando imperceptiblemente entre umbral y umbral, pero acumulando diferencias que a la larga nos harán no reconocernos entre un extremo y el otro. La puerta cerrada invitando a su apertura, apenas asimétrica para recordar el vértigo que se esconde al otro lado, era una invitación a vivir la vida sin remordimientos y a la vez un mensaje de cautela.

El asesino no sabía que debía hacer para seguir adelante. Sus ideas se perdían por laberintos de significados incógnitos y su cuerpo ya no le respondía. Tenía la sensación de estar profundamente borracho y dormido a la vez. Sabía que si la madera sola le había provocado una impresión tan profunda, no podía detenerse a considerar los tiradores metálicos ni lo que significaba la ausencia de otros elementos metálicos a la vista. Ni bisagras ni cerradero ni pestillo estaban a la vista. Tan perfecta era la fusión de la puerta y el marco que parecía imposible que existieran. Esta consideración llevo al asesino a intentar penetrar el sentido de los tiradores dorados que había estado evitando hacía sólo unos instantes.

Los tiradores no tenían base, el eje se insertaba directamente en la puerta a través de un pequeño reborde modelado alrededor del taladro que acogía a la barra de metal. La intrusión del frío metal en la acechante madera evocaba vigorosamente la noción de estatismo transitorio y deshacía simultáneamente una potencial mala interpretación. Como el paso del día y a noche, el contraste elemental entre el temperamento de ambos materiales sugería violentas energías en juego que dejaban un poso de preocupación y excitación animal, reavivando el calor de una potencial coyunda inanimada en la trastornada mente del observador. Unido a todo esto y flotando en paralelo con el suelo como un chorro de mercurio incorpóreo y transmutado del que brotaban reflejos dorados, la manija aguardaba el momento en que una mano se cerrase entorno a su blanda superficie y la empujara a abrirse, como la manecilla de un reloj aguarda el siguiente impulso que la conducirá a ese futuro insondable que es su irremediable destino.

Afortunadamente no había nada más que observar en la condenada puerta, sin embargo esa misma escasez cautivaba al asesino con más insistencia que el tumulto de sensaciones que acababa de vadear. Igual que un agujero negro atrae con más fuerza que la estrella cuyo colapso lo originó por su misma insignificancia, la ausencia de detalles cuando la distancia metafísica entre el asesino y la puerta era tan pequeña incrementó infinitamente la atracción que ejercía la escena sobre el asesino y este acabó cayendo en ella irremediablemente. Las bisagras intuidas en el otro lado arrastraban inapelablemente a pensar un movimiento hacia el interior de las dos hojas, la exactitud con que coincidían las puertas con el quicio, también. Eso sugería una pregunta que parecía inevitable: siendo el movimiento de golpear más fuerte que el de estirar, por qué la mayoría de puertas se abrían hacia adentro. Parecería lógico hacerlo al revés, facilitando la salida y dificultando la entrada: las funciones básicas para las que uno ponía una frontera entre lo íntimo y lo público. Nada más aparecer la pregunta intuyó la respuesta y se maravilló de la mano magistral que había construido la puerta con ese único fin de enfrentar la verdad, que nada tenía que ver con aburridas cuestiones de ingeniería sino con la misma esencia del espíritu humano. Desde que vivía en una caverna, el hombre había conocido sólo el aspecto amable de lo desconocido y misterioso. El fuego aterrador se había convertido en un abrigo de las inclemencias, las rocas punzantes en un amigo provisor de manjares, los lobos estremecedores en compañeros inseparables. Así, a lo largo de su historia, la humanidad había aprendido subconscientemente a anhelar la novedad, a buscar la aventura. El lugar más frío, el sitio más alto, el océano más inabarcable, la luna, el espacio exterior. Por eso una puerta se convertía siempre en una pequeña provocación, una convocatoria a dar rienda suelta a ese primer individuo que se acercó a las brasas y chamuscó su pelaje para descubrir el placer de la cocina.

Finalmente, notó evaporarse el peso que llevaba sobre sus espaldas desde el inicio del episodio de introspección. Se notaba baldado, como tras una buena paliza, y no de una buena manera, como si hubiera perdido la pelea además. En cualquier caso ya no había nada más que pudiera interponerse entre el Don y su destino. La puerta no era más que lo que había sido siempre: un pedazo de árboles muertos con un trozo de hierro sujetándola a la pared y otro impidiendo su apertura fortuita. Había más misterio en el muelle que sujetaba el pestillo contra el cerrador que en todas las metáforas traídas que le habían estado rebotando en los sesos.

Alargó la mano y abrió la puerta.

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