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16/11 – La contradicción

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La confesión mutua de Carlos e Irina marcó el principio de una relación para la que no estaban preparados. Para ninguno era la primera, pero si la única en la compartían semejantes confidencias, aunque había un desequilibrio. Irina sentía que no conseguía entender a Carlos con la perfección que él parecía comprenderla a ella, Carlos notaba que Irina podía ser alguien que entendiera su tipo de vida, pero no conseguía dar el paso de confesarlo todo, entre otras cosas porque implicaría dar fin a la relación que tenían y pasar a otra cosa, antes quería aburrirse de la novedad.

Con las emociones a flor de piel y la carga de un peso desconocido sobre los hombros se levantaron aquél día a media tarde después de verificar una vez más que al menos eran sexualmente compatibles. Irina le ofreció la primera ducha a Carlos con la excusa de preparar el desayuno, en realidad prefería arreglar cualquier desorden que pudiera introducir en el baño cuanto antes y utilizarlo como pretexto para explicarle lo importante que es el orden para una persona ciega.

Carlos le sorprendió preguntando exactamente las cosas que ella esperaba tener que ajustar después. Al final de aquella tarde en que desayunaron juntos, Irina se dio cuenta de que Carlos sabía perfectamente tratar con un compañero de piso ciego. Cuando ofrecía ayudar era por cortesía, no porque considerase que no podría hacer algo sola que necesariamente tenía que poder hacer viviendo por su cuenta. Cada vez que cambiaba de lugar en la habitación y cada vez que se iba o volvía, se aseguraba de hacer algún ruido o comentar alguna intrascendencia de forma que ella supiera dónde estaba. Después de utilizar algo lo dejaba exactamente de la misma forma en que lo había encontrado y si no sabía qué hacer con algo lo preguntaba directamente.

Ni una vez sintió Irina la incomodidad de tener que ir repitiendo el ritual educador de sus anteriores compañeros de piso transitorios.

- Desde que dejaste tu vida de mercenario ¿has tenido pareja ciega?

Carlos había decidido no ocultar su conocimiento del estilo de vida particular de una persona ciega, abriendo la puerta a una pregunta de ese estilo que le obligara a decidir si seguía contando lo que no había explicado todavía. Por eso no se sorprendió cuando llego la pregunta, pero había esperado algo más general y menos particular. Algo a lo que no pudiera responder: “No, ¿por qué lo dices?” con total tranquilidad porque no era más que la verdad.

- Pareces tan acostumbrado a los pequeños detalles que normalmente no percibe la gente que ve que se me había ocurrido que igual habías estado antes con otra mujer ciega.

- Eres la primera mujer ciega que conozco.

El asesino seguía eludiendo la cuestión agarrándose a cualquier salida que le ofreciera la conversación. Irina lo debió notar porque acabó preguntando directamente la pregunta que estaba esperando, la que no le daba otra opción que mentir o decir la verdad.

- Entonces ¿nunca has convivido antes con una persona ciega?

No pudo decirle que no, así que le contó parte de la historia de A Phwar, su abuelo birmano.

Tras volver a la calle descubrió que aunque intelectualmente había entendido las lecciones de su salvador, su cuerpo todavía ansiaba la violencia que había aprendido desde pequeño. No podía andar por ahí buscando pelea, así que pensó encontrar un lugar que le pagara por la oportunidad de hacerlo. Descartó los deportes de combate, porque lo que había aprendido no combinaba bien con las restricciones de un espectáculo. Quedaba el ejército, pero no se veía soportando la disciplina castrense así que buscó en los anuncios que buscaban soldados de fortuna.

Pronto aprendió que soldado de fortuna y asesino a sueldo eran sinónimos. Su primera misión le llevó al Zaire, oficialmente a proteger intereses internacionales. Lo primero que hicieron al llegar fue destruir una aldea formada por unas pocas chozas de barro y paja, la excusa fue que servía de refugio a las milicias armadas. Poco después tuvieron un enfrentamiento con una milicia que precisamente venía a masacrar la aldea que ellos habían destruido por no proporcionarles guarida. En los dos meses que pasó en Zaire no vio un solo lugar de interés internacional, pero sí que acabó con un montón de individuos que tenían ánimo de formar alianzas con sus vecinos y organizar un cuerpo de defensa en la región para protegerse de las incursiones de milicias o intrusos internacionales como él. Su trabajo fue un éxito, incluso quince años después se seguían notando los efectos. Después del primer mes, se negó a tomar parte en las salvajadas que montaban sus compañeros de pelotón, ni siquiera de espectador. No tenía inconveniente en enfrentarse a adversarios armados, pero en cuanto la masacre pasaba a ser entretenimiento personal, él se daba la vuelta y abandonaba el lugar. Si no hubiera sido tan capaz o si no hubieran tenido cierto miedo de él, seguro que hubiera acabado con una bala en la nuca, pero la cuestión es que simplemente le apartaron de la camaradería del grupo. A él ya le iba bien.

Su equipo fue destinado luego a Birmania, para ayudar en la protección de las minas de rubíes, o más bien para asegurar que sólo sus clientes sacaban provecho. Una vez más, en lugar de organizar una labor de defensa y prevención o un cuerpo de ataque y exterminación, su labor parecía ser más bien de generadores de caos. Un día destruían un poblado, otro atacaban a un grupo armado, luego minaban un camino, provocaban una estampida de búfalos. Todo sin sentido. Estuvo cinco meses en Birmania durante los que vio todo tipo de atrocidades y mató a más gente de la que podía contar, armados o sin armar si se cruzaban con su cañón durante un enfrentamiento, niños incluidos. Hasta que un día cometió un error. Volvían de una de sus incursiones y el tipo que iba en punta pisó una mina. Su pierna, desde por debajo de la rodilla salió volando y le golpeó en la sien. Medio atontado se apartó del camino sin considerar el tipo de camino que transitaba en ese momento, que era un camino de montaña con desniveles a ambos lados. Cayó rodando por un peñascal y quedó inconsciente al fondo. Sus compañeros se alegraron de verlo partir y le abandonaron a su suerte, aunque todavía estaba evidentemente vivo.

Despertó a sólo unos centímetros de la nariz de un tipo que le observaba atentamente. Su entrenamiento y el susto por haber estado a merced de dicho individuo durante el tiempo que estuvo inconsciente le hicieron optar por la violencia. Pensó que tenía el brazo roto, un dolor exquisito le atravesó desde el antebrazo hasta el hombro, pero pensándolo detenidamente se dio cuenta de que lo que había sucedido había sido que iniciando el puñetazo sin más molestia que un poco de dolor en los hombros que eran lo que se había llevado la mayor parte del golpe de la caída algo había detenido el golpe y provocado todo ese dolor. Miró hacia su brazo y vio que el hombre sonriente lo tenía sujeto con dos dedos. Se relajó y el tipo le dejó ir. El golpe sibilino que intentó después fue interrumpido con algo más de ímpetu. Notó un chasquido a la altura del fémur y supo que esta vez le había roto la pierna. Parecía destinado a encontrarse con gente que le empezaría a ayudar después de haberle roto un par de huesos. Por terminar cuanto antes con el ritual de presentación ensayó un cabezazo que acabó provocándole algunas costillas rotas. Se durmió convencido de que el tipo la salvaría, pero cuando despertó se encontró en el mismo sitio, aterido de frío y con un pulso intermitente de dolor en el muslo y el costado. Su amigo rompehuesos aguardaba sentado en una piedra unos metros más allá, y siguió aguardando mientras se entablillaba la pierna, que afortunadamente parecía sólo fisurada. El entablillado resultó difícil porque cuando se incorporaba para atar los cordones con que intentaba sujetar las maderas a su muslo, las costillas le hacían ver las estrellas, al menos una parecía astillada. Tras una hora de temblar, gritar y maldecir, se levantó dispuesto a seguir al causante de algunos de sus males.

Resultó que Min Tun no era más que un alumno del hombre al que llamaba A Phwar, un anciano ciego que parecía tener entre 60 y 200 años. Cuando llegaron a la casa del anciano, Min Tun le hizo esperar fuera mientras iba a hablar con el anciano. Luego salió y le hizo subir las escaleras sin ayuda. Cuando llegaron arriba le tiró al suelo para que hiciera la reverencia de rigor ante el anciano. No se desmayó por no darle la satsfacción al cretino de Min Tun. Pasó un mes recuperándose de una manera bastante extraña. Después de los saludos de rigor, de los que no entendió nada, el anciano le indicó que se quitase la ropa, cosa que hizo no sin dificultad. Entonces el anciano tomó una cuerda y le hizo dos vendajes bien extraños a base de cuerda y un a especie de pegamento que la adhería a su cuerpo. La siguiente parte del tratamiento consistió en darle una escoba y hacerle barrer la casa. Los vendajes no inhibían la movilidad ni tampoco enmascaraban el dolor, pero sí que evitaban que los huesos se salieran de su sitio, así que no tuvo excusa. Pasó el mes de recuperación haciendo de criado de los dos y aprendiendo a cocinar para ambos. Al mes exacto, el anciano retiró los cordajes y le dio por curado, entonces empezaron los ejercicios que no le liberaron en absoluto de las faenas del hogar. Al tercer mes Min Tun desapareció para no volver. Más tarde, el asesino comprendería que al llevarle al hogar del anciano había completado la parte final de su ceremonia de graduación, trayendo a su sustituto y renunciando a la labor del maestro, pero eso sería más tarde. Compartir residencia con un anciano ciego que no hablaba su idioma y tenía poca paciencia para sus errores le produjo innumerables moratones, porque resultó que el anciano de entre 60 y 200 años tenía la agilidad y fuerza de un atleta de 20. Poco a poco aprendió el idioma y, más importante, las necesidades del anciano. Con el idioma aprendió que A Phwar quería decir abuelo y desde ese día como tal pensó en el anciano. Si el enigmático calvo de seis años atrás le había transformado de un bebé en un niño, el anciano le enseñó lo necesario para convertirse en adulto. Pasó cuatro años a su lado, hasta que un día el anciano se despidió y no volvió a casa.

- ¿Me estás diciendo que te entrenó un viejo ninja ciego en las junglas birmanas?- fue la pregunta de Irina.

- Nada tan dramático – contestó Carlos con una sonrisa cansada en la voz- el abuelo no era ninja ni nada por el estilo y no me enseñó ninguna técnica extraña de lucha. Me enseñó el equivalente de una medicina tradicional, a cuidar mi cuerpo y a observar la realidad como es, no como quiero imaginar que es. También me quitó las ganas de pelear. Fue más un padre que un abuelo.

- ¿Y entonces volviste a la civilización?

- No, te dije que estuve haciendo de mercenario cinco años, mi última misión fue contratada por el abuelo. Acabé con mi antiguo grupo y con los que enviaron después.

Por supuesto Irina se dio cuenta de la contradicción, como el asesino esperaba. Poco a poco iba obligándola a averiguar la verdad.

¿Cómo podía un maestro de historia, por mucho pasado mercenario que tuviera, acabar con dos pelotones de mercenarios en solitario y sin armas a no ser que realmente fuera un ninja o estuviera mintiendo? La pregunta empezaba a formarse en la cara de Irina, pero todavía no tenía fuerzas para hacerla.

Ya faltaba menos para que se hiciera la pregunta buena de verdad.

Se acostaron con la incógnita entre los dos a modo de barrera infranqueable. Un mal final para un día perfecto.

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