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19/11 – Meta

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El comisario estaba en un estado de excitación controlada. El juez le había prometido la orden de registro para la semana siguiente. Los vídeos que habían revisado de los alrededores del piso no habían producido nuevas pistas, pero el comisario confiaba en encontrar otros pisos francos revisando las llamadas del monasterio una vez tuviera la autorización para el registro y seguro que los monjes tendrían información. El caso estaba a punto de despegar, lo notaba en los huesos.

El castillo de naipes del asesino se estaba desmoronando y el asesino lo estaba disfrutando. El problema de los castillos es que una vez construidos, cuando uno acaba conociéndoselos de memoria, dejan de resultar interesantes. Las reglas, los secretos y las paredes eran una disciplina autoimpuesta cuya destrucción no hacía más que darle un respiro. Ahora tenía libertad para construir otro castillo, cambiando lo que le viniera en gana, y esperaba que este también durase unos diez años.

Al llegar al instituto, una sola mirada a Irina le hizo comprender que ya había tomado la decisión, la determinación se podía leer en todos sus movimientos y se la veía radiante.

- ¿Te apetece que nos tomemos un vino esta noche? Puedo pasar por tu casa más tarde si quieres- le dijo.

Irina supo que no había vuelta atrás, las puertas ya estaban abiertas de par en par y lo que fuera que se escondía detrás ya merodeaba entre los dos.

- Prepararé algo para picar en el sofá.

Tanta información transmitida con tan pocos mensajes producía algo de vértigo. Los espacios entre líneas rebosaban de significados y combaban las frases como los costados de las maletas en el viaje de regreso.

Los dos habitaban un lugar más allá de las metáforas.

No hacían falta más palabras, así que el asesino se dirigió a clase y se concentró en explicar la primera guerra mundial a un grupo de adolescentes que tenían la misma edad con la que Alejandro Magno se inició en el gobierno de Macedonia y aún consideraban una rebeldía fumarse un porro en el parque. Como para explicarles el eterno conflicto del género humano.

Al terminar la clase pasó por una bodega a comprar una buena botella de vino tinto. Necesitaba un vino áspero que les rascase la lengua y la garganta, que les anclase un poco en el presente mientras recordaban el pasado y planeaban su futuro.

Cuando llegó a casa de Irina era de noche y las luces estaban apagadas, pasó sin encenderlas. Irina le esperaba sentada en el sofá con las persianas echadas, en la oscuridad.

- Hay dos copas sobre la mesa y unos tacos de queso.

Ella también había notado la necesidad de saturar sus paladares. Lamentaría perderla.

Se quitó el jersey de punto, los zapatos y se desabrochó el botón del cuello de la camisa, sabía que Irina sólo llevaba una bata. Se sentó en el sofá descalzo y abrió la botella. Sirvió dos copas y empezó a hablar.

Todo lo que le había contado era verdad, pero no toda la verdad. A Phwar era un maestro de la vida. La vida era el nombre que daban sus practicantes a una disciplina filosófica que se había originado en tiempos pre-jesucrínticos cuando un pensador había considerado la siguiente afirmación: la realidad no se puede comprender. La frase era una de las dos por las que puede iniciarse el camino del conocimiento y la más peligrosa. Si la realidad no se puede comprender, sólo queda sumergirse en ella y dejarse llevar. Esta idea había derivado en varias filosofías orientales, la más conocida de las cuales era el zen, pero no fue ese el camino que tomó el primer A Phwar. A Phwar decidió abrir sus sentidos a la realidad y renunciar a toda abstracción, percibiendo la realidad como es, en lugar de haciendo abstracción y trabajando con conceptos generales. Por supuesto terminó perdiendo la cordura, pero antes tuvo un discípulo que aprendió varias de las técnicas que utilizaba el anciano para evitar la tendencia a imaginar que la realidad se ajusta a lo que esperamos de ella. El segundo A Phwar intentó seguir el camino de su antecesor con más mesura, intentando observar la realidad como es, pero dejando que su cerebro hiciera las anotaciones que quisiera en segundo plano, luchando para que estas no modificaran lo que los sentidos iban recogiendo. Él fue el que dio forma a la vida tal como se practicaba desde entonces. Los sucesivos A Phwar fueron refinando las técnicas para observar la realidad y separar la tendencia a anticipar de la realidad observable. Por el camino, como un fruto inesperado, descubrieron habilidades insospechadas derivadas de un estudio desapasionado de las posibilidades del ser humano.

A Phwar, el anciano ciego, era el último de una larga serie y había percibido en el asesino que este había iniciado el camino por su cuenta hacía tiempo, por eso había aguardado al momento adecuado para acogerlo y enseñarle lo que todavía no sabía. Como todas las cosas que valen la pena, la vida era algo que uno debía descubrir por si mismo, pero el anciano le enseñó el camino que conocía para llegar. Al cabo de cuatro años el asesino tenía por delante una montaña que escalar, pero estaba bien equipado. Su maestro sólo necesitaba ya de él una cosa: que le matase.

El camino de A Phwar era un camino de sangre. Para aprender la vida hay que ponerse a prueba continuamente y él había elegido hacerlo por la vía más natural para el ser humano: la muerte. El asesino estaba destinado a ser el nuevo A Phwar aprendiendo por su cuenta y encontrando su momento, pero antes debía demostrar que era digno acabando con el anterior.

No se trataba de un rito de iniciación limpio. Cuando terminó a duras penas con el anciano, el asesino tenía otra vez las piernas rotas, varias costillas perforándole la piel e innumerables cortes y magulladuras. Había tenido suerte, A Phwar había perdido los ojos en su ceremonia de iniciación.

Se remendó y terminó con el pelotón de los que habían sido sus compañeros y con los que mandaron para sustituirlos como entrenamiento mientras se terminaban de curar sus heridas y como declaración de intenciones.

El asesino hizo una pausa en la explicación para sorber un par de tragos de vino y concentrarse en el calor.

- ¿Por qué?- le preguntó Irina.

El asesino bebió otro trago y contestó:

- No lo sé. La primera vez que te vi sentí algo que nunca había sentido antes, cuando intenté atravesarte con la flecha ya sabía que no iba a poder, subí las escaleras sabiendo que era una tontería y sintiendo que mi mundo se iba deshaciendo, tu bastón fue una excusa bienvenida.

Ahora fue Irina la que bebió un sorbo mientras pensaba.

- No me importa- dijo Irina, pero los dos sabían que no era cierto.

La abrazó con fuerza y ella le devolvió el abrazo, aferrándose a él como si tuviera miedo de que desapareciera. No le preguntó su nombre real, Carlos sería suficiente para el tiempo que les quedaba.

El asesino acarició su cuello y ella entendió lo que le quería decir, a pesar de su entrenamiento con León ni se había dado cuenta de su movimiento hasta que le había acariciado la nuca con los dedos. Si el asesino quisiera, estaría muerta antes de darse cuenta. Se dejó llevar por la inercia que llevaba la noche.

El asesino la tomó en brazos y la llevó al dormitorio, luego encendió la luz. A Irina le gustó que quisiera poder recordarla toda. La bata ya estaba abierta y el asesino sin ropa. Era el momento de anclarse en el ahora.

Durmieron profundamente el uno junto al otro y por la mañana sin decir palabra se levantaron cuando sonó el despertador y sentaron a desayunar juntos en la cocina. Las tostadas hicieron las veces de campanadas al mediodía, las migas el testigo de sus últimos minutos juntos. Después de beber el último sorbo de café Irina se metió en el baño y se dio una ducha lenta, el agua caliente le provocó un escalofrío por el contraste con las baldosas frías. Se vistió despacio. Cuando salió, el asesino seguía sentado en la mesa, esperando.

Irina cerró la puerta de la calle de un tirón y se fue sin echar la llave, no tenía pensado volver al piso ni a la vida que había llevado hasta ese momento.

El asesino se duchó solo.

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