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20/11 – Fricción II (de 2)

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Carlos dejó de existir esa misma mañana y tomó su lugar el asesino, que antes de reconstruir su negocio iba a atar todos los cabos sueltos. Empezando por el alemán. Para encontrarle iba a necesitar la ayuda de La Lombriz.

Los pescadores conocen desde hace mucho tiempo el truco de frotar un trozo de hierro contra una estaca clavada en la tierra para simular el ruido que hacen los topos al cavar y obligar así a las lombrices asustadas a salir a la superficie, donde no se aventuran los topos. Esta anécdota era uno de los muchos ejemplos con los que la gente había intentado convencer a La Lombriz de que su apodo no era del todo adecuado, pero La Lombriz había pasado mucho tiempo buscando un apodo y siempre explicaba la otra teoría que explicaba el comportamiento de las lombrices, no subían por miedo a los topos, sino porque confundían las vibraciones con el ruido de la lluvia. Subían a beber.

Sea como fuere, por miedo a los topos y por sed, La Lombriz era imposible de localizar a no ser que uno hiciera temblar el suelo con una cantidad exagerada de dinero y esperara a que estableciera contacto. Eso fue lo que hizo el asesino.

La Lombriz tenía una larga historia comercial con el asesino, de hecho el asesino era el único de sus clientes que recordaba los primeros tiempos, cuando todavía no había encontrado su apodo definitivo. Primero había sido El Topo, pero por alguna razón la gente imaginaba que era un enano ciego y no creían que una muchacha joven como ella fuera un proveedor de confianza. Después había probado brevemente a ser La Cuestión, pero nunca había llegado a funcionar, era un nombre demasiado de tebeo para los bajos fondos y todavía no tenía el prestigo que le hubiera hecho falta para vencer la desconfianza que generaba un nombre así. Utilizó un nombre tradicional, La Enciclopedia, durante muchos años, hasta que la gente se dio cuenta de que realmente manejaba buena información y entonces, cuando ya había hecho suficiente dinero para retirarse, desapareció del mapa y se convirtió en La Lombriz. Ahora sólo aparecía para un selecto grupo de gente del mundillo y exclusivamente para contratos suculentos.

La propuesta del asesino lo era, informar sobre el alemán era una apuesta arriesgada y, por tanto, cara. No la hubiera aceptado de otro cliente, pero el asesino era la única incógnita de verdad que se había encontrado La Lombriz en su carrera, apenas sabía nada importante de él. Conocía, por supuesto, el monasterio, que estaba a punto de ser ocupado por la policía, y alguno de los pisos francos, pero nada sobre la persona y mucho menos sobre sus hábitos. Lo que sí conocía era su efectividad y no daba un duro por el alemán si el asesino iba a por él, así que aceptó el encargo. A cambio de una cantidad desmesurada de dinero, el asesino consiguió todos los datos que pedía.

Mientras el asesino cambiaba su modus operandi, el comisario se acercaba al monasterio en la sierra de Alcarama. Situado sobre las hoces del Alhama en Cornago, al priorato se accedía por una carretera perfectamente asfaltada que trajo a la mente del comisario de nuevo las curiosas influencias que tenían los hermanos en las altas instancias. El asfalto negro, revistiendo perfectamente el trazado invitaba a preguntarse en qué demonios pensaban los administradores de las obras públicas al decidir en qué invertir el dinero de los contribuyentes (en este caso particular, la respuesta era: sus pescuezos).

Antes que el comisario, la noche anterior había subido por la carretera de lujo un autocar de “Doncellas a Domicilio” que esperaba todavía a la entrada del edificio. El comisario tenía curiosidad por saber si las doncellas tenían el aspecto que le habían comentado unos compañeros la noche anterior tomando unas copas.

El prior estaba en ese momento con una de las doncellas, disfrutando de un masaje íntimo y relajante para terminar de drenar sus inquietudes. La tensión que había eliminado durante la noche le subió de pronto cuando le llegó la noticia de que había unos vehículos policiales en la entrada y que traían una orden de registro. En un equilibrio nervodinámico perfecto, el prior y la doncella se vistieron, respectivamente temblando y tranquila para recibir a los agentes del orden.

La doncella hizo una llamada telefónica y al poco se abrieron simultáneamente las puertas de las celdas de los hermanos, dando paso a un grupo de ciudadanas legalmente empleadas que habiendo cumplido con su deber contractual abandonaban el lugar ordenadamente sin dar lugar a situaciones de histeria ni embarazo (esto último por partida doble). El desalojo de la sección femenina duro un minuto veinte segundos.

En ese tiempo el comisario ya había franqueado la entrada y aguardaba la llegada del prior en el patio. Unos buitres sobrevolaban el monasterio, como hacían cada día, pero hoy iban cargados de malos augurios para el futuro de los monjes.

El prior recibió al comisario maldiciendo por lo bajo al alemán y el momento en que se había acordado del maldito bidón de carne. De paso se acordó de sus padres, el Chirri, la Paqui y el verdulero que le inició en el tráfico de estupefacientes, malditos todos ellos que le habían llevado por el mal camino. De su propio papel en la función de su vida no tenía reproche alguno, que no era él, que era la sociedad que estaba muy mal. Todos esos pensamientos se reflejaban en su cara y el comisario lo miro como se mira una fruta madura, pensando por dónde le iba a dar el primer bocado.

El prior tardó menos de lo esperado en decir todo lo que sabía, algo nada despreciable dado que nada más verlo aparecer el comisario había pronosticado una confesión inmediata. Habló de los tres votos, el FAX y los sobres de colores, de Don Marmitaco, de la lotería para prior, de la ausencia de archivos pero la memoria de algunos nombres sueltos, de los priores anteriores supervivientes, de las direcciones que no había recordado borrar de la cuenta de correo, de lo poco que sabía del asesino, tan poco que era nada.

Por no aparecer como inservible y satisfacer al menos su orgullo como delator escupió también lo que sabía del alemán, que no tenía que ver con el convento, pero al que le debía una. Sobre el alemán tenía datos más jugosos, entre ellos el nombre que compartía con el contable y la última dirección conocida.

El comisario salió por la tele aquella noche. La operación, que había desarticulado un imperio del crimen organizado, había sido un éxito y resolvía la masacre del Bierzo, así como un número indeterminado de asesinatos de los últimos diez años. Que nadie dijera nada del brazo ejecutor no fue inmediatamente notable, había demasiada carnaza con que ocupar a los buitres que no sabían volar.

Entre los que vieron las noticias se contaban tres personas con un interés especial en el asunto. La primera era Irina, que lo observaba todo desde la casa que la vio nacer, a la que había vuelto tras dejar al asesino y llena de dudas. La distancia había cumplido con su cometido tradicional y había hecho más punzante la angustia de su separación del asesino. Amaba todo lo que era el asesino y odiaba todo lo que representaba. La segunda era Pawel, el rival de Hans que no podía más que alegrarse de cómo se iban desarrollando los acontecimientos. Pronto no tendría rival en el mercado europeo de la eliminación. La tercera era el que faltaba para el duro.

Un efecto colateral que tuvo la operación fue una enmienda al BOE que enfureció a los Testigos de Jehová por considerarla recochineo. La Iglesia de Jesucristo de los Últimos Días fue nuevamente reconocida como de notorio arraigo, lo que convertía a los mormones en la primera religión reconocida como doblemente arraigada. Desgraciadamente eso no se tradujo en desgravaciones dobles, hasta ahí podíamos llegar: con la verdadera iglesia habíamos topado.

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