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23/11 – Interludio

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El mundo, en realidad, daba vueltas para todos, pero en una dimensión tan monumental que nadie lo notaba. La vida humana se desarrollaba en superficie, dando vueltas como en un tiovivo con una velocidad angular que superaba a la del sonido en buena parte del planeta. El planeta mismo orbitaba en elipses alrededor del sol, más cercanas a círculos de lo que pensaban muchos, y a una velocidad que se acercaba en el perihelio a cien veces la del sonido. El mundo se desplazaba por el espacio como un bólido sideral desde el que gritaba y lloraba la gente y nadie lo oía, porque el sonido no se transmite bien en el vacío interestelar. Todo ese ruido era exclusivamente en beneficio propio.

Irina tenía ganas de contribuir a la barahúnda propia de la especie, de quebrarse la voz a gritos, de vaciar sus pulmones de la forma más escandalosa posible, pero seguía sentada en el sofá de la casa de sus padres, perfectamente quieta para cualquiera que atravesara el universo junto a ella a más de cien mil kilómetros por hora. Empezaba a darse cuenta de cuál era su papel en la historia del asesino y por ahora no podía hacer más que aguardar en silencio. Sabía que no podía imaginar lo que estaba sucediendo ahora mismo, pero se daba buena cuenta de qué iba a suceder a continuación. Cuando se le pasó la indignación se levantó y bajó al gimnasio a hacer unos cuantos estiramientos.

En su afán de abstracción racional, el ser humano había clasificado el mundo en base a diversos criterios, pero todos giraban en torno a un concepto común: la afinidad. Se agrupaba en conjuntos con el criterio de parentesco, parecido o compatibilidad. Al decidir organizar por lo compartido en lugar de lo evitado, la raza humana se había cerrado una puerta al conocimiento. En todo el planeta había un conjunto de organismos hermanados por su miedo a perder su anclaje al mundo y salir despedidos al espacio. No todas las plantas con raíz tenían esa fobia, por ejemplo los sauces llorones, por toda la cobardía implicada por su nombre, estaban felices y utilizaban sus raíces sólo para comer. En el extremo opuesto, los robles se aferraban con toda la fuerza de que eran capaces al suelo, su miedo cristalizaba en forma de bellotas que caían al suelo como lágrimas y daban al jamón serrano esa intangible mezcla de sazón y pena que es la base de la poesía pura.

De los motivos por que el árbol que tenía enfrente hincaba sus raíces en el suelo nada sabía el asesino, que en ese momento era ajeno a los miedos y filias del universo. Bastante tenía con mantenerse de pie. Había caminado con dificultad desde la caverna del alemán hasta el lugar en que había dejado la moto, afortunadamente la chaqueta se había quedado en la maleta y podía ponérserla por encima de las mangas hechas jirones de su camisa, así nadie vería la sangre. No podía hacer nada con sus pantalones, pero al ser negros esperaba que no se notaría demasiado. Iba a tener que confiar en la suerte, no veía más alternativas.
Al arrancar el motor y dar gas, por un segundo notó la velocidad con la que caracoleaba por el espacio a lomos de un planeta azul, y él también quiso echar raíces para no salir disparado, pero la sensación pasó, y abrió gas a fondo para llegar cuanto antes a un sitio en el que dormir tranquilo.

Ya se acercaba el solsticio de verano, el día en que los rayos del sol inciden perpendiculares sobre el trópico de cáncer, el día en que el sol asciende más por encima del horizonte en el hemisferio norte y la señal de que, paradójicamente se acerca el día de menor intensidad, pues se acerca vertiginosamente el punto en que la tierra está más lejos de lo que la mantiene anclada a su rincón de la galaxia. Todos estos datos sólo los conocen los astrónomos, los estudiantes que tienen un examen sobre el tema en un par de días, y, por observación directa, los girasoles, que siguen diariamente el movimiento del sol y que ese día deben levantar sus caras al sol más de lo acostumbrado.

El comisario disfrutaba en esos momentos de los primeros rayos de sol de la mañana encarado hacia el este, con los ojos cerrados. Estaba apoyado sobre el coche aparcado en la calle y pensaba en como iban cerrándose todas sus líneas de investigación. Los cinco pisos francos que habían descubierto no habían aportado más que el primero, y el comisario no tenía muchas esperanzas de que las cintas de vídeo fueran a aportar mucha información adicional, el criminal era demasiado listo. El contable del alemán había aparecido muerto. Los dos agentes de la brigada científica que empezaron a  investigar la escena murieron de pronto, convirtiendo la escena del crimen en una película de extraterrestres, con material NQB y aislamientos. Viendo al contable, el comisario no daba dos duros por el alemán y seguramente el polaco iba a seguirle de cerca como intentara cumplir con el pacto kamikaze que se rumoreaba que tenían los dos.

Y mientras todos ellos se peleaban en las alturas, el sólo podía intentar fijar la vista en lo que hacían desde tierra, como un girasol, fuertemente sujeto al suelo y aguantando el bochorno poniendo la otra mejilla.

La magia del verano es que mientras todo se llena de luz, se calienta y los días de playa se alargan, como con toda magia, suceden cosas entre bambalinas de las que no nos damos cuenta. Al calentarse el aire sube su punto de saturación, eso hace que, sin cambiar la sensación de humedad porque la humedad relativa no tiene por qué variar, haya más agua en el aire. Y eso sería todo si el aire se estuviera quieto, pero el aire es nervioso, cuando se calienta quiere subir y cuando ha estado arriba un rato se enfría y quiere bajar. La atmósfera es, pues, un enorme patio de colegio en el que paquetes de aire se pelean por llegar arriba, hasta que se cansan y bajan de nuevo a descansar. Este es el truco que se esconde en la manga el verano cuando, por ejemplo, produce la brisa que se disfruta a la orilla del mar. El aire en tierra se calienta antes que el que hay sobre el mar por las diferencias entre el calor específico del agua y la tierra y sube más deprisa que el que hay sobre el mar, que además está más frío.

Pawel llegó en un avión desde Varsovia como una brisa marina, apenas percibido pero con las promesas de ese soplo de aire fresco inesperado en los momentos de máximo calor. Fue bajar del avión y empezar a sudar copiosamente, el sudor pegándole la camisa a la piel. Sin embargo, todo ese sudor no tuvo el efecto esperado, la humedad relativa estaba ese día bien alta, con lo que el sudor de la piel del polaco no tenía oportunidad de evaporarse enfriándole en el proceso, su sensación térmica se incrementó. Había demasiada agua en la atmósfera. Iban a suceder cosas.

Si el aire se calienta, sube bruscamente, en verano especialmente, con toda esa agua en la atmósfera, a medida que sube el aire se enfría, baja su punto de saturación y el agua se condensa, primero formando nubes, luego tapando el sol y enfriando aún más el aire que hay debajo y finalmente acabando con el día de playa y mandándonos a todos corriendo en busca de un sito en el que cobijarnos a la espera de que pase, como tiene que pasar. En ocasiones hay un momento de calma, una pausa entre el día de sol y la tormenta en que el aire se está quieto, los pájaros no pían y las moscas esperan posadas sobre las paredes y ventanas por ver qué sucederá después. Esta calma no es más que aire caliente y seco que baja desde las nubes, aire que evapora nuestros sudores y da esa apariencia de quietud. Que la tormenta romperá.

Ese era el papel del individuo que observaba a Pawel desde detrás de un periódico en la terminal de llegadas en el aeropuerto. Su nariz se arrugó en una sonrisa que le encogió toda la cara. Una sonrisa bien extraña. Prometía rayos y truenos.

Dando vueltas sobre vueltas, como el mundo en el que vivían, el asesino, Irina, el comisario y Pawel eran observados sin saberlo por este oscuro individuo, al que por fin le había llegado la vez. Iba a provocar la tormenta y ni siquiera él sabía lo que habría al otro lado después. Esperaba que fuera un mundo digno de los sacrificios que habían sido necesarios.

A resto nos quedaba el papel de girasoles, mirando al escenario iluminado sin poder apartar la vista.

Las raíces ancladas para quien las quisiera.

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