Cuando he resucitado esta mañana tenía los ojos llenos de legañas. Hasta que me he lavado la cara todo me ha parecido demasiado áspero.
Una vez vestido, al ponerme las gafas, he sentido un vértigo repentino y me he tenido que agarrar a una silla. La explicación: sin darme cuenta he cogido las gafas de mi mujer y el cambio de perspectiva me ha aturdido. No por la diferencia de graduación, aunque es notable, sino por la diferencia de percepción. Donde yo veía limpieza y orden, las gafas mostraban polvo y desorden; donde yo veía artilugios y cachivaches prometedores, las gafas reportaban un montón de basura; todo era lo mismo y nada era igual. Estaba al borde del abismo cuando me he mirado al espejo y, donde cada mañana veo a un proyecto de anciano con sobrepeso, me ha gustado lo que he visto, así que he terminado de prepararme y me he marchado a trabajar. Con mis propias gafas.
En el andén vacío del metro he cometido mi primer asalto oftalmológico. Una chica con aire de despistada miraba demasiado concentrada el balasto en la vía. Inmediatamente he sabido que sus ojos aparentemente desnudos no miraban de forma natural la grava y he supuesto que llevaba lentes de contacto. Cuando le he pedido sus lentillas, al principio ha pensado que se trataba de una broma de mal gusto, pero cuando la he amenazado con soplarle la pelusa de mis bolsillos en los ojos ha visto que iba en serio y de mala gana ha accedido a dármelas. Debíamos presentar una estampa curiosa, yo con la mano extendida y ella expulsando las lentes con ansiedad sobre mi palma. He intentado perpetrar nueve hurtos más durante el día, aunque sólo siete han llegado a buen término por lo difícil que es detectar a la gente que lleva lentillas a más de un palmo de distancia.
Cuando he vuelto a casa me he encerrado en el baño con mi pequeño tesoro y me las he ido probando todas. Mi pequeño excusado ha vivido un entretenido episodio de esquizofrenia caleidoscópica. De familiar a enfermizo a coqueto a patético a divertido a indiferente a regular a estrecho y vuelta a familiar. He salido del lavabo con unas lentillas puestas y me he divertido un rato viviendo mi vida como un desconocido. Entonces ha llegado la hora de cenar y me las he quitado y ha sido cuando ha ocurrido algo extraño.
Al vaciar el vaso de cerveza, me ha parecido percibir algo diferente en la mesa a través del mismo: una especie de aburrimiento. Me he acercado el vaso a los ojos y a medida que otras cosas entraban en el campo de visión cubierto por su base, cambiaba mi opinión sobre ellas. ¡No eran sólo las lentes correctoras, otros materiales transparentes tienen el mismo efecto! He abierto la ventana y he visto que el patio interior al que da mi piso es un sitio fresco y recogido, no el solar desangelado que yo recordaba. Mi foto de boda detrás del cristal del marco de plata se parece más al día feliz que guardo en el corazón que a la pareja de extraños que me miraban desde hace tiempo de pie sobre la estantería de la sala de estar. Percibimos la realidad cruzando planos invisibles que nos proyectan personalidades cambiantes. ¿Cómo será la programación de televisión en realidad?
Poco a poco lo que parecía inofensivo se ha vuelto siniestro. ¿Quién pensaba que nuestra percepción más secreta estuviera en manos de estructuras cristalinas, amorfas o no, y de polímeros alienígenas? Y de siniestro ha pasado a paranóico. ¿Cómo podemos saber si la gente que nos rodea está bajo el influjo de un material perverso si lleva lentillas? Deberíamos prohibir las lentillas neutras y hacerlas todas de un color vivo: rojo o amarillo canario; así sabríamos quién, pareciendo normal, puede ser un rehen de los prismas con agenda oculta. Mientras llega ese día, creo que las personas con puestos de responsabilidad deberían hacer pública su capacidad ocular y llevar gafas si las necesitan.
Aplaudo a Acebes por liderar este cambio en sus recientes comparecencias, aunque las gafas que lleva ahora sean del mismo material que las lentillas que debía llevar antes, por lo menos ahora nos queda claro que la culpa no es sólo suya.