Skip to content

Nostalgia de verano

Últimamente estoy poniéndome trascendente y cuando eso ocurre se me crecen los pelillos de las fosas nasales y me cosquillean la vergüenza. Cómo no, también le voy a echar la culpa al calor por mi pedantería reciente. No es que me desdiga de cuando dije Diego, que no, pero la forma me da como un pelín de repelús y necesitaba justificarme: era el verano.

Pasemos página.

Hoy quiero hacer algo que no hacía desde los 14 años y que recientemente me he visto obligado a hacer de nuevo. Escribir, despúes de las vacaciones de verano, la temida redacción: “Mis vacaciones de verano”. Resulta que ni el tiempo ni la distancia han eliminado esta costumbre del currículo escolar y a mi regreso al cole, habiendo revivido también esa bonita sensación de “uyuyuyeselúltimodíaynohehecholosdeberes” me encontré en clase restregándome las legañas y con una hoja en blanco delante con el título: “夏休みの思い出” que viene a ser “Memorias del verano”. ¡Olé!

Lo que escribí en realidad no viene a cuento, porque mi japonés da bastante pena. Vino a ser una amalgama repetitiva de las palabras: hacer cosa verano bonito calor subir (esta la he aprendido hace poco) montaña templo lago peces cansado divertido inolvidable (de esta estoy bastante orgulloso, la busqué en el diccionario yo solo).

Curiosamente, me quedé con ganas de contar lo que había hecho en realidad. Así que a continuación, para quitarme esa espinita y para flagelo de propios y extraños, la nada esperada pero esperable:

Memorias del verano

El verano empezó de golpe, un día me acosté fresquito y al siguiente me desperté mojado. Esto de por sí no es especialmente malo, me ha pasado otras veces, más frecuentemente cuando era un adolescente desaparejado. Sin embargo no se trataba de ese tipo de humedad, esta era pesada y caliente, no fresquita y secreta. Además, me faltaba el aliento. Otra vez un síntoma que puede ser resultado de deleites agradecidos, pero esta vez causado por la temperatura del aire que me entraba por los pulmones. Los dioses del monte Fuji habían encendido las hogueras y resulta que sus barbacoas duran tres meses.

Los primeros días fueron los peores, imáginando ser una ardilla sobre la arena ardiente del desierto me retumbaban las sienes por la forzada aliteración combinada con el calor y se me entrecruzaban las ideas. En un momento de desesperación, intenté aprenderme el ciclo de Carnot para independizarme del aire acondicionado. Cuando digo aprender no quiero decir memorizar, sino aprender a ejecutarlo de forma efectiva. La idea me vino después de un atracón de さつま芋, una patata dulce. Para entendernos, en el ámbito meteórico la patata dulce es a los garbanzos lo que en el mundo del picante es la comida tailandesa a un helado de vainilla, y cuando hablo de meteorismo no me refiero a cuerpos celestes. La capacidad de compresión de gases de mi sistema digestivo me sorprendió gratamente al notar un delicioso enfriamiento de mis tripas del que pensé sacar partido. El problema es que a toda compresión sigue una descompresión, y especialmente en este caso particular, es mejor que no sea violenta, por lo que poco a poco se fue calentando el aire que me envolvía, amén de otros efectos ponzoñosos. Salvar la progresiva despresurización hubiese requerido una provisión contínua de patata dulce o encontrar una solución al problema del escape gaseoso. La solución clásica a este problema es un bucle cerrado con un disipador de calor en algún punto, pero claro, en las circunstancias concretas en que me movía, un bucle cerrado se me antojaba acrobático y desagradable en exceso, así que no tuve más remedio que abandonar el proyecto muy a mi pesar. Mi cerebro racional no veía ninguna solución al problema del calor.

Afortunadamente mi cerebro de reptil mostró su superior maña en estas lides. Tras una semana de sofocos una mañana me desperté tranquilo. El calor seguía estando ahí, pero mi cuerpo no tenía prisa, una paz inesperada me embargaba y sin quererlo casi, comprendí mejor cómo los japoneses encontraron el zen. El verano en Japón es como un onsen de tres meses sólo un poco menos húmedo. El secreto para soportar el calor veraniego japonés es aguantarse y darle la bienvenida y, sobre todo, no pensar en estar fresquito ni cuánto falta para llegar a un sitio con aire acondicionado. Llegarás cuando tengas que llegar y no sirve de nada hacerse mala sangre, cuanto más corras, más calor vas a pasar, así que vete despacito y acumula fotones, que si un día el LHC crea un agujero negro, vas a necesitar mucha energía para escapar.

Para celebrar mi aclimatación a los rigores del estío nipón, mi bendita esposa propuso un paseo nocturno y pintoresco, sus palabras, hasta 愛宕神社 (el templo Atago) que está en la cima de 愛宕山 (el monte Atago). Resulta que el 31 de julio es el 千日参り que viene a ser como un bono x1000 para subir al templo. Tu subes una vez y cuenta como si hubieras peregrinado hasta allá mil veces. Todos estos curiosos detalles deberían haberme despertado algún tipo de sospecha, pero como tengo el cerebro ocupado al 95% con los entresijos del idioma local, mis neuronas sherlockholmianas están saturadas y nadie dió la voz de alarma: ¿por qué subimos de noche? ¿por qué es necesario un bono milenario en lo que es un paseo agradable por el bosque hasta un templo shintoista?

La respuesta, cómo no, la averigüé el 31 de julio de este año.

Una de las principales preocupaciones en la vida de un japonés es que no se le prenda fuego a la casa, algo comprensible teniendo en cuenta que aquí las casas se hacen de madera, que es lo que se le echa al fuego cuando quieres que avive. En el templo Atago en el monte del mismo nombre tienen la solución. Si subes antes de tu tercer cumpleaños, nunca vivirás los efectos de un incendio en tu hogar; si ya eres adulto, puedes subir a comprar un amuleto que protegerá tu casa durante un año.

Lo que nadie te dice es que el monte Atago es empinado como un demonio y la única manera de subir es escalando cuatro kilómetros y medio de escaleras artesanales construidas con maderos incrustados en el fango y trozos de roca resbaladiza. Por si eso no fuera suficiente, los monjes del templo tienen un curioso divertimento que les debe hacer vivir más ligeros de compañía. Cuando uno inicia la subida al monte endemoniado, cargado de buenos propósitos, si bien un poco molesto con la persona, pongamos querida esposa, que le haya arrastrado engañado hasta el mismo, uno va con el paso suelto y la sana intención de no flaquear. A medida que pasan los escalones, que los escalones se agrupan en tramos inacabables y que los tramos forman secciones monotemáticas del tipo “los tres requiebros de madera que resbala”, “los cuatro barrancos con peldaños que apenas se ven sobre la roca musgosa”, “los cinco que la cabra no consiguió subir” a uno se le sube el alma a la garganta y se le aflojan un poco las convicciones. Ese es el momento que aprovechan los monjes para darte la sorpresa de tu vida plantando un cartel que dice: “Camino hacia el templo Atago: 1 de 40″. Y lo peor es que es verdad, el resto del camino está salpicado de carteles en orden ascendente: “2 de 40″, “3 de 40″ y así hasta el ansiado “40 de 40″ al que llegas reventado, pero animado porque es el final. O eso te crees.

El templo Atago empieza tras el cartel “Camino hacia el templo Atago: 40 de 40″. Una gran puerta de madera marca el sitio en que comienza el templo, pero el lugar donde realmente se desenvuelve la comunidad de monjes-sherpa está a tomar por saco de la puerta del templo y la única forma de llegar es, por supuesto, subir más escaleras, estas ya con escalones de ángulos rectos y bien construidos al estilo azteca, escalones para gigantes de la isla de Pascua, no para personas normales. Tras el calvario previo, no queda más remedio que subir. En algún momento durante la subida, cuando estás sudando litros de sudor e irradiando tantas partículas cargadas de fuerza de voluntad que se te escurren las ganas de seguir, te das cuenta de que subir de noche no es un capricho sino una necesidad, nadie puede subir por ese camino de cabras a 38ºC y con todo el sol en la cabeza.

Finalmente llegas y estás vivo. Entonces te das cuenta de que toca bajar…

Con todo, una vez llegas abajo cachondeandote por dentro de todos los que te encuentras subiendo, te sientes bien. Por un lado, has sido capaz de sobreponerte a todos los impulsos que te querían hacer dar media vuelta antes de llegar arriba, más que nada porque si un montón de madres flacas japonesas pueden subir con su hijo de dos años a cuestas, tú también deberías poder; y por otro, sigues vivo, no te has estampado ladera abajo ni en la subida ni en la bajada, aunque en algún momento hayas practicado el deslizamiento involuntario. Mis hijos también se darán cuenta algún día de que se lo pasaron bien. Espero.

Mientras tanto la culpa es de su madre.

Para olvidarnos de nuestras penurias, el siguiente fin de semana fuimos a comer pececitos a 琵琶湖, el lago de agua dulce más grande de Japón y fuente del agua que bebo cada día. Me gustan mucho unos peces que se llaman y allá hay varios sitios especializados en servirlos recién atravesados con un trozo de bambú para que puedas pedirles perdón mientras aún boquean y luego los ases vivos en una parrilla. Una celebración deliciosa de la salvaje naturaleza.

Así hemos completado un verano con los cuatro elementos constitutivos de la mismísima realidad: el aire abrasador, la tierra en forma de pendiente, el fuego como dios a apaciguar y finalmente el agua, de donde sacamos unos peces y nos los comimos. Un verano cojonudo.