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Casa por casa

Nadie recuerda las razones con que echaron al abuelo de su granja. El abuelo es un personaje desdibujado en la memoria, para unos un ancianito de barba blanca, para los otros un cafre malcarado que azotaba a la abuela día sí y día también, como luego haría con sus hijas y sus nietas. Fuera el que fuera, su carácter no tuvo nada que ver con que perdiera la granja ni matiza las acciones de los expropiadores que, últimamente, venían impulsados por la codicia y la cobardía, codicia por tener y cobardía por suponer que no tener iba a devenir en padecimiento.

Como ir a por ellos y recuperar la granja estaba condenado al fracaso, el abuelo quemó una chabola que había cerca en la que vivía otro abuelo, que también era un cabrón o tenía barba blanca, pero cuyo peor crimen, a ojos del que abrasó su hogar con su nieta sola en la cuna en aquellos momentos, era su condición de nuevo capataz en la granja que habían perdido. Da igual que quemara la choza pensando que estaba vacía.

Los hijos y luego los nietos, heredaron de sus abuelos respectivos por contagio el odio implacable contra los otros y desde entonces han quemado innumerables casas. Como entonces, las razones del odio de cada nueva generación se renuevan al calor de los rescoldos, el dolor de las víctimas y el pesar por los muertos. Un odio que permite olvidar las barbaridades perpetradas y no deja perdonar las sufridas.

Visto desapasionadamente, un odio fascinante que si consiguiéramos transformar en energía convertiría nuestro mundo en una estrella y nos consumiría…

Espera, si ya lo estamos haciendo.