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El desfile

Dejó de dar vueltas en la cama un poco antes de las cinco de la mañana, la hora en que iba a sonar el despertador de todas maneras. Ya sabía al acostarse que no lo utilizaría, pero no podía arriesgarse a llegar tarde. No hoy.

Se duchó en su pequeña ducha sin saber si el agua estaba caliente o fría. Al menos no tenía que preocuparse por que el agua despertase a su mujer. Año tras año desde que se habían casado, la tensión previa al ritual había ido estirando los lazos que los unían hasta que hacía unas pocas semanas se desenredó de los restos flojos que todavía la mantenían sujeta y le abandonó de un portazo que vació las botellas de licor que había en la casa.

La alfombra deshilachada, el óxido que se estaba comiendo el desagüe del lavabo y la cinta aislante de la cisterna colgada en la pared le recibieron al otro lado de la cortina de la ducha que era lo único que todavía se le quería acercar.

Se afeitó lentamente, centrando toda su atención en el filo de la navaja. Había comprado la hoja de barbero el mismo día que ingresó por consejo de su padre que le había explicado, con las mismas ojeras que se veía él hoy en el espejo, lo importante que era tener que renunciar cada mañana a una manera fácil de acabar con todo. Cerró la navaja con la misma sensación de victoria y pesar que lo hacía todos los días.

Su uniforme de gala aguardaba fuera sobre la silla en la habitación desordenada y sucia. Los botones de metal dorado lustrados con disciplina el día anterior, al igual que la hebilla del cinturón y los zapatos negros eran lo único que brillaba a la luz de la bombilla desnuda de la lámpara.

Muchos de sus compañeros se vestían en el cuartel, pero él prefería hacerlo en casa. El silencio era el mismo, pero aquí era suyo sólo. En el cuartel la presión de todas esas emociones reprimidas se le metía por las orejas y empujaba a las que pugnaban por salir de su interior, bajándolas hasta las tripas y despertándole la náusea antes de tiempo.

Se vistió metódicamente, con el mismo orden que empleaban todos desde hacía cuatro siglos y que se había convertido en un rito tan elaborado como una ceremonia del té. La idea de que pudiera representarse en el futuro como divertimento para turistas le produjo un acceso de risa. Si al menos toda esa tristeza sirviera para distraer a alguien…

Salió de casa sin reparar en las caras de los que se cruzaban con él por el camino. Hacía tiempo que no les prestaba atención. El trayecto en el colectivo era su último acto voluntario hasta después del desfile, el protocolo le anularía la identidad a partir de entonces y le liberaría de tener que pensar. Para eso estaba.

Cuando llegó al campamento le dirigieron al hangar donde esperarían todos juntos en formación y desde el que iniciarían su marcha por las calles. Enseguida empezaron a escucharse las primeras arcadas disimuladas. Cada año era igual, la pausa obligada antes del desfile era un coro de toses secas que no engañaban a nadie. Alguno de los novatos perdería la compostura y sería expulsado aquella misma mañana. Mejor la vergüenza del soldado. Una expulsión era una condena a mendigar por las calles hasta morir de hambre, la gente no tenía paciencia con los apestados que ni siquiera sabían serlo con dignidad.

El desfile empezó bruscamente, con el alarido de la alarma de evacuación. Los gritos y abucheos que se colaron por las puertas recién abiertas junto con el principio del día y el olor del asfalto caliente emularían el berrido de la sirena durante la parada.

Todavía no se le habían ajustado las pupilas a la luz del sol cuando recibió el primer impacto. Los lanzadores de huevos siempre se colocaban cerca del inicio del desfile, donde era más fácil conservar el coraje a la vista de los uniformes impolutos. En total recibió doce impactos con la misma cara impasible con que habían salido todos, manteniendo la mueca de provocación protocolaria que ayudaba al público.

Justo después de los lanzadores de huevos empezó la lluvia que les acompañaría hasta la zona de oficiales, justo antes de la presidencia, a la que llegarían todos emplastados con la mezcla de harina, tomate y hojas de col que iban lanzando los espectadores y que se adhería a los restos de huevo que los cubrían de la cabeza a los pies.

A mitad del recorrido escucho la primera de las llamadas que sólo podían hacer los familiares de los soldados.

- ¡Asesinos de inocentes!

Toda la unidad se giró y saludó a la mujer de ojos hinchados que había proferido el grito. Las manos sobre la visera de la gorra durante tres segundos exactos. Luego volvieron la mirada al frente. Sin perder el paso.

- ¡Violadores!

- ¡Carroñeros!

- ¡Malditos!

- ¡Malditos seáis!

Cada voz era dada entre sollozos y recibida con un saludo. Cada insulto les hacía pisar más fuerte, cargándoles los hombros con el peso de la culpa. Las primeras lágrimas empezaron a caer entre la tropa. Habría muchas más para cuando llegasen al palco de honor.

Ya llegaban al final cuando escuchó la voz que no esperaba volver a oír.

- ¡Mercenarios!

Era el peor insulto, porque era el único autorizado que ponía en duda sus intenciones en lugar de sus acciones. Como marcaba el reglamento, la comitiva se detuvo en cuanto se escuchó el improperio, giraron a la derecha, de donde provenía, y saludaron manteniéndolo durante diez segundos.

En esos diez segundos intentó no enfocar la vista para no verla, porque sabía que el dolor que llevaba dentro no aguantaría la impresión, pero fue inútil. Había solicitado tratamiento de doliente, por eso estaba al final del recorrido, y sobresalía de la multitud un metro, sobre la plataforma de madera con su traje rojo de penitente. Las lágrimas se le mezclaron con la conciencia de la ignominia que había aceptado por él y brotaron con fuerza arrastrando grumos de huevo y harina por sus mejillas junto con los restos de su esperanza.

Al entrar en la zona oficial, por primera vez en todos los años que había desfilado estaba deseando que le tocara a él. Se detuvieron frente a la bandera en formación abierta, dejando suficiente espacio para que nadie quedara a cubierto de los demás. El presidente alzó la mano y terminaron los gritos. Sólo los oficiales y políticos mantenían ya la compostura, como era su deber. Los soldados y suboficiales lloraban abiertamente, así como el público que ya no podía aguantar la vergüenza de necesitar y mantener un ejército.

Quedaba el final de la ceremonia. El palco presidencial, en el que estaban los principales miembros del gobierno y la cúpula militar alzó sus armas y apuntó a la tropa. El presidente dio el grito ritual:

- ¡Yo también soy un asesino!

Y todos lo repitieron a una voz mientras apretaban los gatillos para compartir la culpa y la pena de los soldados de a pie.

Abajo, más de uno esperaba que la única bala de verdad entre tantas de fogueo fuera para él.

{ 1 } Comments

  1. Marc | 14/01/2009 at 16:21 | Permalink

    What a wonderful world this would be.