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Ejercicio 1: Las nueve palabras y el vaivén

– ¡Oh! – resopló él.
– ¡Ah! – suspiró ella.
– ¡Uy! – gimieron los dos. Y se vinieron abajo… o se fueron arriba. O se fundieron de placer. Vamos, que se corrieron a la vez.

Había sido un polvo de esos que suceden muy de vez en cuando en la vida real. Un modelo de rara empatía y coordinación. De caricias acertadas con la brusquedad precisa. Él la combinación perfecta de taladro percutor y bálsamo de Fierabrás. Ella en equilibrio impecable entre guante de terciopelo y horno de fundición. Un polvo mágico de esos que le reconcilian a uno con la visión inmoral, por trivializar lo extraordinario, que transmiten esas novelas cargadas de jadeos y comunión espiritual a ritmo de pistón y esas películas de continuas epifanías de deleite a la luz de las velas.

La unión había transcurrido sin espectadores que pudieran dar fe de lo sucedido. La habitación blanca y desnuda, sin ventanas, sin teléfonos, con la puerta cerrada sin nadie escuchando al otro lado. Ni un mueble, ni siquiera un triste colchón que hiciera las veces de cama. El único testimonio las ropas esparcidas por el suelo, que los propios protagonistas se encargaron de borrar representando un bis, reverso del primer acto, saltándose el tradicional descenso acaramelado de arrumacos y besos, que, todavía en exquisita sincronía, ninguno había considerado necesario hasta echarlo en falta.

Hacía sólo tres días que se conocían. El jueves se habían visto por primera vez en un bar del centro, una cita a ciegas a través de internet. Ambos se habían gustado y habían quedado para ver una película al día siguiente. El viernes tuvieron pocas oportunidades para charlar entre palomitas, refrescos y explosiones, así que quedaron en verse al día siguiente. Y por fin, el sábado, habían pasado raudos por la cena, subido las escaleras por no esperar al ascensor y se habían encerrado a solas convencidos de que se bastaban. No habían contado con el incómodo después, vestidos de nuevo y al borde del amor o del olvido.

Un estornudo poscoital de ella creó una oportunidad. Él le ofreció su pañuelo de bolsillo, un puente de tela a cuadros para superar el abismo que los otros tejidos habían puesto de manifiesto entre los dos. Ella lo aceptó, porque no hacerlo hubiera sido antipático, pero una vez con él en la mano se dio cuenta de que no sabía qué hacer pues no le resultaba necesario. Azorada, se lo pasó torpemente por debajo de la nariz y el rompió a reír a carcajadas contagiosas que pronto lo hicieron relevante.

Una vez secas las lágrimas se abrazaron, se besaron, se olieron y se mordieron, anclándose sobre la piel el recuerdo de la experiencia que habían compartido en secreto, la única diferencia la envoltura roja de pintalabios del bocado de ella sobre él. Bajaron las escaleras de la mano, reacios a dejar espacio entre los dos y con la misma impaciencia con la que habían subido.

La calle los recibió desconcertada, lo habitual es que donde suben dos sólo baje uno, sin embargo ahí estaban ambos, con los dedos entrelazados y cara de no querer ir a ningún lado. Para disimular la confusión se hizo eco de sus pisadas con alevosía, rebotándolas en las farolas encendidas y los semáforos vacíos. El silencio de la madrugada se apartó resbalando desconcertado sobre las aceras mojadas. Ni lo notaron.

Pasearon sin rumbo hasta detenerse de nuevo frente al portal del que habían salido. El recorrido había borrado el rastro de los dientes del uno sobre el otro, pero él conservaba el óvalo encarnado de sus labios. Por asegurarse de que no le olvidase se quitó el reloj de pulsera y se lo abrochó. En lugar de agradecimiento vio un fugaz gesto de pánico en sus ojos, lo entendió cuando ella le anudó su bufanda de seda, era miedo de que fuera él el que la olvidara cuando se borrase su último beso. Se separaron de un fuerte abrazo con el consuelo de ir abrazados mínimamente en cuello y muñeca por el otro. Él tomó hacia la izquierda, ella a la derecha. Habían quedado en volver a verse.

La calle airada y la noche callada fueron los únicos testigos de la compenetración con que concluyeron la velada, sincronizados a distancia. Tras girar sus respectivas esquinas y las siguientes tres o cuatro les asaltó la pregunta: “¿de quién era el apartamento en el que habían hecho el amor?” En su momento cada uno había supuesto que era del otro, pero luego los dos habían salido en sentidos opuestos sin pensarlo.

Por alguna razón inexplicable, no habían intercambiado números de teléfono. Lo primero que pensaron fue en cómo llegar antes a sus casas y al ordenador portátil que les esperaba en ellas con la dirección de correo del otro. Un taxi parecía improbable a esas horas y los horarios de los autobuses nocturnos una incógnita arriesgada.

Cambiaron de plan, dieron media vuelta y trataron de volver sobre sus pasos al piso misterioso. El agua que el sol había evaporado esa misma mañana tomo inspiración de su retorno y decidió volver también, en forma de gotas pesadas que golpeaban el asfalto con una cadencia contundente y paciente. Cada gota reventando con fuerza contra el suelo, pulverizándose en el impacto y rebotando en forma vaporizada. Al poco una bruma opaca cubría el suelo, dando a la ciudad un aspecto fantasmal.

Quizás fue la combinación de la percusión hipnótica de la lluvia con lo desacostumbrado de no poder ver dónde pisaban por la neblina que embozaba la acera lo que les desorientó. Fuera por lo que fuese, de pronto comprendieron que se habían perdido. Cerraron los ojos, aturdidos en medio de la calle, y les embargó la sensación de estar tambaleándose al borde de un sueño, de esos que pueden acabar en pesadilla.

La luna rutilante sabía que no era un sueño, pero muda al otro lado de las nubes no podía ni hacerles un guiño para que se dieran cuenta de la imposibilidad de estar los dos soñando lo mismo a la vez. Su brillo apenas atravesaba difuminado el grueso de la tormenta y se perdía en el resplandor de las farolas allá abajo.

A él y a ella les quedaba esperar, empapados, confundidos, separados pero aún abrazados, a que levantase la noche y dejase de llover, sin perder la esperanza de estar ya para siempre el uno en el camino del otro.

Texto escrito como respuesta a este ejercicio.

(Ejercicio que ha desaparecido de la web y consistía en escribir un cuento que utilizara, en ese orden y sin modificar género ni numero, las palabras: “taladro”, “mueble”, “pañuelo”, “bocado”, “seda”, “portátil” , “fantasmal”, “rutilante” y “camino”;  procurando intercalar al menos un par de líneas entre una y otra. Las he resaltado subrayándolas.)