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Cuarto

La última vez que aprendí algo de verdad tenía menos de diez años, desde entonces me dedico a dar tumbos por la vida. No sé si es normal recordar el asombro de ver cómo el mundo encaja pedacito a pedacito en un todo coherente, pero yo atesoro esa emoción de saber que uno está aprendiendo que disfruté al principio de mi vida, ese hambre de conocer que nunca es saciada pero que no te consume.

Hasta que de pronto todo se paró, dejé de notar la ilusión y dejé de sentir el progreso, perdí el hambre sin la satisfacción de estar lleno. Me apagué. He pasado bastante tiempo buscando una razón para este sosiego turbador y nada me aparece como evidente, pero ocasionalmente noto un chispazo y alguna actividad me despierta un eco de aquella forma de vivir tan apasionada. Casi siempre se trata de algún momento creativo, ya sea escribir este blog, doblar papeles o soñar dormido, y la sensación no es diferente de la de un buen colocón. Se me quitan los sustos y las penas y se me antojan evidentes asociaciones inverosímiles y me sale un chorro de energía de dentro. Así que voy a probar con los sospechosos habituales: el miedo y la pereza; no será por falta de familiaridad con ellos.

Hace un tiempo me propuse medio en broma delirar más como receta para superarlo, pero todo quedó en un relleno. Tras pensarlo un poco mejor creo que voy a reformular la cura y añadirla en apéndice a los propósitos de principio de año:

  1. Cerrar los ojos.
  2. Abrir los ojos.
  3. Evitar las erupciones.
  4. Equivocarse.

Incluso creo que lo voy a convertir en un mandamiento:

“Para superar el miedo y la pereza lo mejor es equivocarse con disciplina.”

Hay que perder la vergüenza y las barreras y darse libertad para cagarla, hasta e incluyendo el delirio si hace falta.

Y voy a incrementar el marcador.