Le sorprendió notar antes el fin de las pequeñas inconveniencias que la ausencia de caricias. Llevaban dos semanas sin tocarse y ni se había dado cuenta, pero al acostarse se quedaba intranquila, como si faltase algo. Hasta la tercera semana no cayó en la cuenta de que le faltaba el sonoro pedo con que su marido anunciaba que había llegado la hora de dormir. Cada noche desde que se casaron, la transición de verticalidad activa a horizontalidad pasiva había sido celebrada con un estruendo, afortunadamente las mayores veces inodoro. Tenía acumulados trece años de temblores con estupor menguante y el alivio que esperaba sentir cuando cesaran se había materializado en inquietud y sospecha. Algo no andaba bien.
Al levantarse al día siguiente observó detenidamente a su marido. Como cada mañana se preparaba para ducharse, ella prefería el baño y siempre antes de acostarse. Vio cómo recogía las prendas sucias del día anterior en una mano y tomaba en la otra la ropa limpia que se pondría tras el aseo. Al escuchar correr el agua del grifo no pudo evitar recorrer el pasillo de puntillas y abrir la puerta una rendija para espiar mientras se afeitaba. Le asombró ver que se tomaba el trabajo de frotar para eliminar completamente los últimos residuos de barba y espuma que siempre se se quedaban aferrados a la pila y le daban ese aspecto sucio que ella detestaba. Ahora que pensaba llevaba ya más de dos semanas sin tener que hacerlo ella. Algo andaba rematadamente mal.
Sobrecogida asistió al resto del ritual matinal y celebró con un suspiro el ruido de la puerta que anunciaba su final. Estaba aturdida. Su marido, esa figura que hacía tiempo que no le despertaba más sentimientos que irritación y fastidio, había permanecido neutro desde el momento en que sonó el despertador. Había conseguido navegar los frágiles sensores que disparaban el campo de minas que era su estado de ánimo matinal sin incurrir en ninguna explosión de ira, algo que si era honesta no había creído posible. Las migas sobre el mantel, el eructo después del café con leche, el periódico mal doblado y la tostadora sin guardar no habían hecho acto de presencia, ni siquiera la estela asfixiante de aquél desodorante que tantos incidentes había provocado. Calma chicha.
Tal vez estaba haciendo un esfuerzo. Quizás había comprendido los errores que había cometido y buscaba volver a conquistar su cariño y empezar de nuevo, enamorados como al principio: inocentes y felices, sin la carga de inconsecuencias que los había separado incrustándose como una cuña invisible en el matrimonio, una barrera que ninguno de los dos estaba dispuesto a reconocer por vergüenza, por no conceder la derrota ante lo que no era más que un puñado de intrascendencias, malentendidos y supuestas afrentas exentas de malicia.
Le sorprendió no notar calidez alguna ante la idea de su acercamiento, de hecho una sensación particularmente fría se apoderó de su corazón. Ya no le quería. Así de simple. Tampoco le odiaba. Aunque en los últimos tiempos casi se había convencido de que así era, ahora se daba cuenta de que no era cierto, lo que sentía era una enorme indiferencia. Recordaba haberle querido pero no recordaba por qué, ni veía rastro alguno de los lazos que los habían unido. Termino su té y se maquilló rápidamente para ir a comprar.
En el mercado con unas cebollas en la mano no pudo evitar reírse: se habían hecho viejos al lado de la persona equivocada y encima se estaban haciendo la vida imposible. Como una cucharada de más encima de su generosa ración de fracaso. Los niños lo habían notado, lo sabía. Al pensar en ellos la risa se le atragantó. ¿Qué culpa tenían ellos? Los habían criado en su remolino destructor y poco a poco se estaban hundiendo, desarrollando las espinas y agallas que necesitarían para sobrevivir en profundidad y cubriéndose de las escamas que los harían más resistentes, pero también menos amables. Recuperó la sonrisa, por ellos si notaba cariño. Ellos si valían el esfuerzo.
***
Cuando volvió de trabajar cansado, no esperaba encontrar la taza tapada, a diferencia de cada día de los trece años anteriores. Escucho las risas en la cocina y le llegó el aroma del estofado. La atmósfera en la casa había cambiado, ahora era cordial, con pequeños estallidos de amor compartido enfocados hacia abajo. Casi no se podía oír el rumor de fatalidad.