A finales del año pasado tuve una secuencia de tres experiencias paranormales, dos de ellas compartidas con mi mujer.
La primera fue saliendo los dos juntos del parking con el coche, notamos un golpe a la derecha mientras salíamos del parking marcha adelante, aunque estábamos bien separados de la pared. Ella fue la primera en darse cuenta de que el retrovisor estaba plegado ¡hacia delante! y el espejo se había resquebrajado, algo lo había golpeado en la misma dirección de la marcha, algo que avanzaba más rápido que el coche.
La segunda también fue compartida y en el mismo parking, que debe estar construido sobre un antiguo cementerio íbero. El edificio se hunde cuatro plantas en el suelo y está infestado de mosquitos, como si la momia del mismísimo Imhotep estuviera emparedada en el hormigón. Esperando al ascensor el otro día vimos uno acechando sobre nuestras cabezas, así que lo intenté espachurrar de un manotazo, pero fallé. Aún así, el mosquito se deshizo ante nuestros ojos dejando una mancha negra desdibujada. Sólo se nos ocurren dos explicaciones, o bien realicé un kamehameha inconsciente o el mosquito no era tal, sino un espectro que dejó atrás la sombra cuando lo importunamos. Nos inclinamos por la segunda opción, aunque de vez en cuando intento proyectar energía para encender electrodomésticos e interruptores de pared, por si acaso llevo un superguerrero dentro.
La tercera fue en solitario, pero no por ello menos real. Estaba fregando unos platos cuando de pronto, a mi derecha, el agua en una jarra sobre el mármol empezó a agitarse sola. Mientras intentaba determinar si se trataba de un temblor exógeno o endógeno noté como me atravesaba un escalofrío y a mi izquierda se empezó a mover una bolsa de plástico que colgaba de una silla. En unos segundos, todo volvió al reposo.
Lo había guardado todo en un rincón de mi cerebro como una vivencia apropiada para alguna sobremesa entrada en copas, pero nunca había aflorado en las circunstancias apropiadas, a mi el vino y los licores me hacen pensar en mujeres y hablar de política.
Pero esta semana pasada han sucedido dos cosas que me lo han recordado por relevante.
La primera tiene que ver con el peregrinaje que han iniciado mis piezas dentales hacia las llanuras del juicio, antes ocupadas por muelas del mismo nombre pero que ahora, habiendo quedado libres hace años, otros se afanan por conquistar. Las muelas avanzan con la decisión de las tropas mongolas por Eurasia, pero sin aprender de su disciplina logística. Así, sin retaguardia van dejando huecos por los que se cuela la comida, especialmente los trozos fibrosos de carne, que se acumulan hasta herir las encías.
La segunda fue un resfriado, algo que no me había sucedido en los últimos once años. Yo los resfriados no me los curo, los desatiendo. Hago caso omiso a los síntomas, pero no sufriéndolos en silencio, sino directamente no creyendo en ellos de forma similar a como ignoramos los ateos la realidad de Dios desde el punto de vista católico, con vehemencia. Edifico fortificaciones entre mis sentidos y los efectos de la contaminación que la hacen diáfana y cargo mosquetes figurativos en mi tronco cerebral que hasta ahora habían volatilizado cualquier incursión que se atreviera a saltarlas, pero este resfriado parecía haber estudiado los tratados de sitio de Vauban y me ha sometido a un duro castigo que ha terminado conmigo intentando toser flemas que se agarran a mis pulmones con garfios afilados.
Dichos acontecimientos posibilitaron sucesos que me hicieron pensar brevemente que estaba poseído. Un trozo de carne desprendido violentamente con un palillo desapareció en mi boca y una flema recalcitrante se soltó de mis bronquios para desaparecer antes de la faringe. Se me ocurrió que aparte de empujar, pulverizar y agitar, uno de los poltergeist que habita mi entorno cercano había buscado el calor de mi cuerpo y acechando por mis aparatos respiratorio y alimentario se entretenía desintegrando proyectiles. En ambas situaciones en seguida me di cuenta de que no era tal la realidad, el pliegue de mi mejilla y la encía ocultaba medio pollo y el otro medio pollo salido de mis pulmones debía haber atravesado vertiginoso y sin rozar el conducto hasta alojarse silencioso en la parte superior de la nasofaringe.
Y esos destellos de preocupación momentáneos no me los he podido quitar de la cabeza, al principio por miedo, ese miedo idiota producto de demasiadas películas absurdas de güijas y exorcismos, y luego por interés. ¿Qué tendría de malo una simbiosis? Ceder parte de tu calor a un pobre espectro que a cambio eliminaría material de deshecho de tu cuerpo. No le veo más que ventajas, especialmente al practicar una labor sedentaria que tiene sus particulares riesgos profesionales.
Nos vemos el viernes que viene con una presentación.