El asesino subió las escaleras corriendo, aunque redujo la marcha un tramo antes de llegar para no provocar sorpresa si se cruzaba con alguien. Al llegar a la puerta de la consulta la encontró abierta, con un corro de gente en el rellano esperando el ascensor. No esperaron mucho tiempo.
Milena entró en la consulta con cara de sorpresa y la mano en el bolso, sujetando un cuchillo de lanzador. La cara no hacía falta, ya que todos estaban en el despacho del doctor. La recepcionista recibió el primer lanzamiento en el ojo, cuando estaba haciendo ademán de hacerle salir. No hizo apenas ruido al desplomarse sobre la moqueta. El segundo cuchillo alcanzó en la nuca al desconocido que tapaba a la mujer, que se sorprendió cuando la persona con la que hablaba se echo hacia adelante bruscamente.
Cuando vio el bastón blanco en manos de la mujer se dio cuenta de que había estado buscando una excusa sin saberlo desde que había tomado el arco en sus manos por segunda vez en el terrado, porque el tercer cuchillo nunca llegó a salir del bolso. Se paró antes de quererlo y cuando lo hizo tuvo la misma sensación que llevaba sintiendo recientemente, la de estar en un mal sueño. Intelectualmente no podía explicar lo que sentía y además sabía que no iba con él, pero se veía arrastrado por un torrente de emociones, igual que si hubiera caído en una novela rosa. De golpe empezó a percibir a la mujer en primeros planos: los labios, el perfil de los ojos que miraban sin ver, los nudillos blancos apretando el bastón. Su punto de vista no era importante. Como de una cámara en una espiral desesperada, su cerebro recibía imágenes cargadas de significados indescifrables que sólo él podía interpretar sin problemas. Volvió a sentir una inevitabilidad encriptada únicamente en su honor como la que emanaba de la puerta de Don Marmitaco.
Dio media vuelta escapando de allí con la convicción de que su vida había cambiado irremediablemente. La razón de su existencia que hasta ese momento le había llevado a asesinar a XXXX personas había cambiado en un instante y se había transformado en una mujer ciega a la que todavía debía conocer. Pero antes tenía algo que hacer.
Irina Pardo había perdido la vista a los quince años, un láser de alta frecuencia había imprimido en sus retinas un botón brillante que aún hoy podía ver con claridad. El resto de imágenes que había visto hasta entonces se habían borrado en ese mismo instante como si se hubieran velado en su cerebro sobrecargado de luz. No recordar el aspecto del mundo que la rodeaba había hecho más sencilla la transición a la oscuridad. Tuvo que aprender a relacionar todo lo que había aprendido de la realidad que la rodeaba con otros sentidos. Había objetos que no podía imaginar porque, paradójicamente, todo lo que tenía de ellos eran imágenes, así tuvo que aprender de nuevo lo que era un rascacielos, el horizonte y un globo aerostático. Poco a poco en su cerebro se formó un mundo de sabores, sonidos y texturas y cuando quiso darse cuenta, era una ciega más en un mundo de personas que poseían una habilidad que no podía ni imaginar aunque no hace tanto la hubiera compartido. No se puede echar en falta lo que no es uno capaz de pensar.
El día de su veintisiete cumpleaños, Irina acudió a recoger a su hermano para comer juntos. Nunca llegaron a hacerlo. Cuando abría la puerta del despacho escuchó el ruido de un cristal rompiéndose, seguido de un zumbido y un golpe. Inmediatamente supo que su hermano estaba muerto. Entró en el cuarto preguntando algo cuya respuesta ya conocía y, cuando se giro hacia la brisa que entraba por la ventana, notó que los ojos del asesino se clavaban en los suyos. Fijó su mirada inútil sobre aquella persona, desafiante. Luego fue a abrazar a su hermano por última vez. Al oir el segundo zumbido comprendió el efecto que había tenido su mirada y se asustó, pero siguió buscando el abrazo de su hermano.
Al poco escuchó como Sonia, la recepcionista caía al suelo, y luego notó el empujón de Tomás, el paciente que se había quedado por si necesitaban ayuda. Supo que se había quedado a solas con el asesino y se preparó para morir, pero otra vez no pasó nada.
Acabó sentada frente a su hermano muerto esperando a la policía, que llegó cinco minutos después de que los llamara. El primer agente que entró por la puerta ya había visto los cuerpos en el rellano de la escalera e hizo la misma suposición que la mayoría de la gente: un testigo ciego iba a servir de bastante poco.
- Gálvez, ha interrogado usted a la testigo- fue lo primero que preguntó el comisario al entrar por la puerta.
- Comisario, es ciega- contestó Gálvez, la segunda parte apenas murmurada, como si fuera una vergüenza lo evidente.
El comisario mandó a Gálvez a la calle a mantener a los curiosos a raya, convencido un poco más de que Gálvez nunca iba a llegar a nada.
- Señorita Pardo, lamento la muerte de su hermano y la estupidez del agente Gálvez. Es evidente que no ha visto usted nada, pero me gustaría que me acompañe a comisaría y nos explique lo que ha pasado con sus propias palabras.
Irina acompañó al comisario y le contó lo que había sucedido.
- ¿Algo que destacar del autor de los hechos?
- No he oído cómo se movía, pero olía a perfume de mujer. Entre que mató a mi hermano por la ventana y entró por la puerta del despacho no pasaron ni tres minutos, así que debió moverse muy deprisa, pero no he podido oír su respiración. Juraría que ha entrado con intención de matarme, pero al ver mi bastón debe haberse contenido. Si no hubiera mirado por la ventana con tanta ira, toda esa gente estaría viva todavía…
- ¿Cómo supo usted dónde mirar?
- He oído el ruido de cristales y el golpe de algo contra mi hermano, he supuesto que lo que fuera había venido de la calle y cuando he girado la cara hacia el lugar por donde entraba el aire, he tenido la sensación de que alguien me miraba fijamente. Todavía no entiendo cómo lo he notado, pero le he mirado de vuelta y ha debido pensar que podía ver. Cuando me he girado me he dado cuenta de lo que había hecho porque he sentido el impacto de algo en la fachada, supongo que otra flecha. Entonces he ido a donde estaba mi hermano, tanteando le he encontrado y he pedido ayuda. Sonia y Tomás han venido a ayudarme. Apenas había empezado a hacerme una idea de lo que había pasado cuando he notado que Sonia se derrumbaba y prácticamente al mismo tiempo, Tomás ha caído contra mi. Cuando me he dado cuenta de que mi turno no llegaba les he llamado y me he sentado a esperarles. No he oído pasos en ningún momento.
- Gracias, Señorita Pardo, es usted el primer testigo que tenemos de los crímenes. Le he solicitado una escolta, pero hasta que la aprueben, los agentes López y Fernández la acompañarán hasta su casa. Venga usted conmigo y se los presentaré. Inspector, que alguien revise la fachada y recoja la tercera flecha.
López y Fernández la llevaron a casa y el comisario se quedó pensando. Una mujer capaz de tensar un arco inglés de más de 80 kilos de tensión y disparar con precisión dos flechas de acero de 90 centímetros, ambas equilibradas de forma diferente y de una manera que el experto en tiro del departamento había calificado de ciencia ficción, a una distancia de más de 150 metros y en un espacio de tiempo tan corto que la víctima sólo había tenido tiempo de medio incorporarse antes de ser perforado exactamente en el corazón. Además, había bajado siete pisos, cruzado la calle y subido otros seis sin perder el resuello en un par de minutos. Y, sin llamar la atención de nadie, había acabado con cinco personas en el rellano de la escalera sin hacer ruido, todos de un certero golpe en la sien que había desplazado materia ósea al interior del cerebro, las lesiones casi calcadas de uno a otro. Finalmente había atravesado a otras dos víctimas con sendos cuchillos de lanzar… para nada, porque había dejado con vida al testigo principal.
¿Acaso se estaba burlando de él?
El comisario revisó los historiales de los últimos pacientes del doctor para encontrar lo que andaba buscando: Luis/Milena Merino. Ese era su asesino y había cometido su primer error. O eso pensaba el buen policía.
El asesino estaba de acuerdo con el comisario y no estaba contento. ¿A qué venía dejar con vida a la testigo? Desde el momento en que entró por la puerta de la consulta había estado enviando señales a la mujer ciega. No importaba que no viese, si tenía un mínimo de sensibilidad habría captado un sinfín de detalles que darían a la policía información que no necesitaba tener. No le preocupaba que tuvieran nada incriminatorio, especialmente ahora que ya había eliminado todas las pruebas en la clínica que le había hecho los análisis, pero no era su estilo dejar cabos sueltos y se estaba preguntando a qué venía todo y por qué no podía quitarse de la cabeza a la dichosa mujer. ¿Y por qué había dado orden de no aceptar nuevos encargos a los frailes? Aún sabiendo lo que iba a hacer no podía dar crédito. ¿Qué le estaba pasando?
¿Y qué demonios significaba el batir de las alas de las palomas?