Que algo no iba bien lo sabía el asesino desde hacía tiempo. Primero los ataques de prolepsis formulista, luego los pálpitos infundados; ya más alarmante, el episodio de clarividencia a nivel molecular seguida por la sesión de interés amnésico por la moda, y finalmente, la obsesión por la invidente. Todo aderezado por intermitentes y fugaces aleteos de palomas blancas. Era como una película jeroglífica de incógnito director iraní, de esas que entusiasman a los críticos gafapastas.
Físicamente no tenía ningún problema, al menos si Leopoldo había sido un tipo competente como parecían indicar las numerosas esquelas, reportajes y testimonios emotivos de pacientes con curaciones milagrosas. Se preguntó brevemente si podía ser que todo tuviera una causa psicológica, algún trauma de infancia resurgido de forma imprevista o incluso simplemente estrés, pero recordaba perfectamente su infancia y sabía de la palabra estrés como un delfín podía conocer el desierto, de oídas sólamente. Estar cuerdo era la menor de sus preocupaciones.
Intentó hacer un resumen de lo que sabía. Empezó por no dudar lo evidente: estaba cuerdo y no tenía ningún problema físico. Esta sería su hipótesis de partida. Continuó con lo que le había generado todas sus dudas: experimentaba alteraciones en la percepción que no eran compatibles con la hipótesis principal. Pronto había llegado a un callejón sin salida. Busco una forma de hacer compatibles los dos predicados y sólo se le ocurrió una: alguien estaba jugando con él. ¿Cómo era posible que la provocaran semejantes episodios de realidad alterada? Sólo se le ocurría que pudiera ser algún tipo de sustancia psicoactiva, pero debía ser algo muy especial si la batería de pruebas que le había encargado el doctor Pardo no había sido capaz de detectarlo. Incluso teniendo en cuenta sustancias que hubieran sido detectadas en la prueba de tóxicos, el asesino no podía identificar una combinación que pudiera provocar los síntomas que experimentaba. Pero si no estaba drogado, el problema tenía que ser él. Otra vez había vuelto al punto de partida. Daba vueltas alrededor de un círculo de proposiciones encadenadas que no le llevaban a ningún lado.
Un círculo comienza en cualquier punto, así que ignorando cualquier fundamento geométrico, eligió el centro, aquello que tenían en común todos sus problemas: las palomas. Y en cuanto lo hizo comprendió que no se había equivocado, por supuesto, su problema eran las palomas.
En el selecto y discreto mundo de los asesinos a sueldo, la información es un bien preciado. Al cabo de un tiempo en el entorno, es más que posible que alguien te quiera mal, y la probabilidad de que un competidor sea el encargado de acabar contigo crece con tu efectividad. Aunque el asesino cubría un nicho en el que los rivales eran siempre novatos o aficionados, se había encargado de seguir la evolución de los otros profesionales con los que compartía profesión, si bien no escenario, por cautela y porque era un ejercicio interesante. Había tres contrincantes a los que consideraba peligrosos: Hans el alemán, Pawel el polaco y las tres palomas: Paloma Nocha, Paloma Loma y Huracán Paloma.
Su cerebro le había estado avisando y él no había sabido escuchar. Pronto le pondría remedio.
Las tres palomas habían formado equipo como tantos otros equipos con éxito, empezando como rivales. Empezaron cada una en una punta diferente del planeta, como principiantes.
Paloma Nocha nació en Brasil, en medio de la jungla. Sus padres, clase alta de Rio, se estrellaron con la avioneta familiar en un vuelo de placer. La madre estaba embarazada de seis meses. El comité de dirección de la empresa que co-presidían no hizo grandes esfuerzos por encontrar el lugar del accidente, aunque tampoco hubiera significado demasiado que los hicieran, la selva se los tragó sin dejar rastro. Los mismos árboles que ocultaron los restos del siniestro se encargaron de amortiguar el impacto, de forma que, a excepción de la sacudida que experimentó Paloma en el vientre materno y que le provocaría el gusto por las emociones fuertes, los tres llegaron indemnes al suelo. La Sra. y el Sr. Barbosa-Lima no tuvieron tiempo de desesperar, sendos dardos emponzoñados los paralizaron nada más salir del avión. Así pasaron lo que les quedaba de vida, que fue lo que tardó la Sra Barbosa-Lima en dar a luz, unos tres meses. Sus cuerpos decapitados fueron encurtidos para su mejor conserva. A la pequeña Paloma, como correspondía con cualquier criatura nueva, la colgaron de los pies de un árbol durante dos días. Al final del segundo día la descolgaron y comprobaron que los dioses habían juzgado que era buena, así que le dieron la bienvenida a la tribu como se hacía con todas las mujeres, cortándole la lengua, que secaron ahumándola al fuego. Finalmente la alimentaron con la salvia de una planta nutritiva que a la vez cortaría la hemorragia. Le colgaron del cuello el anillo de casada de su madre, que aún conservaba su propia lengua.
Los prácticos, nombre que se daba a si misma la tribu en su idioma, creían que una persona debía utilizar todas sus habilidades en el servicio de la comunidad y todo lo que no fuera útil, debía ser ofrecido a los dioses. Las mujeres tenían dos labores asignadas: recoger plantas y producir bebés, ninguna de las dos requería la capacidad de hablar, de ahí la ceremonia de introducción en sociedad. Desde que aprendió a caminar Paloma pasaba los días con los hombres, que le enseñaron a identificar las plantas a recolectar, y las noches con las mujeres, que le enseñaron el lenguaje secreto de las caricias con el que se comunicaban a espaldas de los hombres. Cuando le llegó el periodo empezó a pasar los días con las mujeres, con las que recogía plantas, y las noches con los hombres, que le enseñaron otro lenguaje de caricias pensado sólo para ellos. El parto de su primer hijo varón, a los dieciséis años, fue celebrado con unas delicias escabechadas. Al niño le colgaron la mitad de la lengua reseca de su madre al cuello, la otra mitad la llevaría su hermano o hermana cuando naciera. A Paloma le dieron una mano del encurtido, una mano que tenía un anillo que era pareja del que llevaba en el cuello. Algo se trastocó en la mente de Paloma. Tomó un bastón del suelo y acabó con toda la tribu, vástago incluido.
Estuvo viviendo sola en la jungla durante cuatro años, hasta que la encontraron unos topógrafos que la tomaron por una niña salvaje, de las que crían los lobos en las novelas. Sorprendió a todo el mundo aprendiendo a leer en poco tiempo. Sorprendió aún más al consejo de dirección de Barbosa-Lima cuando reclamó y consiguió en propiedad la compañía, presentando como pruebas los anillos de sus padres y una prueba de ADN que hizo lamentar a más de un consejero los estrictos requerimientos de la aseguradora del grupo, que había requerido un análisis de ADN para identificar posibles riesgos genéticos en el comité de dirección de la empresa. Para acabar emprendió una carrera en solitario para saciar la sed de sangre que se había despertado en su interior cuatro años antes y que la conciencia de la injusticia del dolor que había sufrido no había hecho más que exacerbar.
Paloma Loma nació en Huelva a orillas del Tinto. De niña tuvo la brillante idea de nadar en las aguas del río que la vio nacer y sufrió una intoxicación por metales pesados que estuvo a punto de llevarla al otro barrio. Según su abuela, el azufre que tragó le metió el demonio dentro. Supersticiones aparte, lo peor de lo que tragó la niña no era el azufre, lo que es cierto es que después de salir del hospital no era la misma niña que jugaba a papás y mamás con sus muñequitas. Se convirtió en una rata de biblioteca y con las muñecas sólo jugaba a elaborar ataduras que hicieran anatómicamente imposible desatarse. Tras practicar unos meses, probó con su primera muñeca de tamaño real: Luisa Gómez. No quedó del todo satisfecha, pues aunque Luisa murió de inanición en la cueva en que la dejó, antes de morir y tras fracturarse dos dedos de la mano izquierda consiguió liberarse de un par de lazos de cuerda. Así que volvió a las muñecas durante unos meses más hasta dar con la clave del problema. Omar no consiguió ni desplazarse un metro del lugar donde lo dejó, y las ataduras quedaron intactas. Como buena lectora, había aprendido de sus libros que el método científico requiere de resultados repetibles, así que a Omar siguieron María y Alberto. La policía local nunca consiguió encontrar los cuerpos, lanzados al fondo de un pozo seco, y mucho menos identificar al responsable de su desaparición.
El juego con las cuerdas no había sido producto de ningún plan preestablecido, pero posibilitó la apertura de otra vía de investigación que despertó el interés de la niña. La vivisección. Montó un laboratorio de investigación en la misma caverna donde había realizado las prácticas de empaquetado. Su nuevo pasatiempo, además de dotarle de un conocimiento anatómico envidiable, le proporcionó una gran habilidad en el manejo del cuchillo. Había empezado con una navaja suiza que le regalaron sus padres, pero como toda buena emprendedora, tras darse cuenta de las limitaciones de la herramienta, pasó a elaborar sus propios escalpelos en una pequeña fundición que se construyó ella misma. Poco a poco se convirtió en una habilidosa forjadora de todo tipo de herramientas de metal. Cuando cumplió los catorce años, la policía la buscaba bajo el alias de “Destripador del río Tinto”, hacía tiempo que se había llenado el pozo y no había tenido más remedio que empezar a lanzar los cuerpos al río.
No la encontraron, porque la niña había vuelto a cambiar de afición. Las novelas de Fantomas despertaron en ella la pasión de actuar al abrigo de los ojos de los demás en sus mismas narices y empezó a practicar el allanamiento de morada. Esta hubiera sido una afición más inocente que sus anteriores pasatiempos si no fuera porque la niña no tenía interés por hacerse con los bienes ajenos y además ya llevaba una inercia que condicionaba su comportamiento. Empezó a efectuar operaciones a domicilio. Elegía a personas solitarias, bien entrada la noche los abordaba mientras dormían y los dejaba inconscientes de un golpe, luego los ataba a la cama y les tapaba los ojos y la boca. Entonces efectuaba su operación sin anestesia. Un riñón por aquí, un bazo por allá, a veces una resección de hígado. Poco a poco iba tomando confianza. Un día extirpó un pulmón y el paciente vivió. A su conjunto de habilidades añadió la sutura, y a sus alias añadió el de “Cirujano del Tinto” por su costumbre de desechar los órganos robados en el río. A los dieciséis años empezó a elaborar una idea de negocio.
En honor de sus cuatro primeras víctimas se puso el nombre de Paloma Loma y comenzó su carrera profesional como asesina a sueldo. Su record amateur pasó a segundo plano.
De Huracán Paloma apenas se sabía nada. Nacida en Australia, nada se sabe de su niñez, como un huracán emergió de pronto del Pacífico para asolar la costa mejicana, principalmente turistas millonarios y narcotraficantes de vacaciones. Hacía gala de una impecable puntería que sugería entrenamientos a grandes distancias en las inacabables planicies ardientes del desierto aborígena australiano, pero más por licencia poética que por conocimiento biográfico.
Lo que sí es conocido es la forma en que las tres se convirtieron en uno: en la carrera por cobrar la recompensa por la cabeza de Víctor Valdés, el narcotraficante colombiano cuyo nombre fue objeto de burla en exactamente dos ocasiones, lo que tardó en correr la voz. En una carambola triple, los planes independientes de las tres para acabar con el productor de cocaína se cancelaron mútuamente y dieron con sus huesos en una isla desierta en medio del caribe, atadas desnudas a unas estacas clavadas en la arena de la playa para que el sol acabase con ellas, en un plan digno de la mente calenturienta de un psicópata que llevaba respirando vapores corrosivos desde los siete años. Pos supuesto, las ataduras no supusieron ningún problema para Paloma Loma, que a los ocho años ya conocía los problemas que presentaba semejante restricción. Las plantas de la isla, hábilmente identificadas por Paloma Nocha, las alimentaron durante los ocho meses que estimaron los aspirantes a pirata que los cangrejos tardarían en dejar sus calaveras mondas. Y cuando finalmente llegaron los recolectores a recoger los trofeos, no pudieron ni desembarcar, Huracán Paloma los atravesó a 50 metros de la playa con tres flechas dirigidas con precisión infalible. El nombre de Victor Valdés dejó de provocar el terror pocos días después.
Si alguien podía haberle provocado las alucinaciones al asesino, eran esas tres. El asesino ya tenía un nuevo objetivo, estar equivocado no evitaría la confrontación.