Morir de cancer nunca parece tan inevitable como morir atropellado, la muerte por automoción es una jugada del destino que no tiene remedio, en cambio, la muerte por división celular incontrolada tiene el estigma de una tómbola en que el premio supone, además de saltarse bastantes puestos en la cola hasta San Pedro, un aumento en la producción de conmiseratina, la hormona que regula cuánto los demás tienen derecho de sentir pena por uno. Por supuesto el dolor y miseria asociados a una y otra forma de morir tienen que ver, pero con honestidad reconoceríamos que es la sensación de que nos falle el propio cuerpo lo que nos causa mayor rechazo. Entendemos la fragilidad de la vida humana, pero no somos tan abiertos a la traición desde dentro. Un invasor puede hacernos doblar la rodilla y llevarnos al huerto, eso entra dentro de las reglas del juego, pero que sea uno de los nuestros el que empiece a acabar con nosotros desde la confianza nos subleva. Nunca pensamos en la pobre célula causante del estropicio, víctima de problemas ajenos a su control, como si tuviera más control de lo que pasa en su material genético que nosotros sobre la velocidad de crecimiento de nuestras uñas.
En eso estaban pensando Irina y el asesino, los dos tenían un secreto y se habían sorprendido por primera vez considerando la posibilidad de confesárselo al otro.
- ¿Te apetece una infusión?- preguntó Irina, abriendo bruscamente la puerta a la anormalidad en que sería más sencillo hablar de cualquier cosa.
- ¿Tienes verbena?- dijo el asesino, siguiéndole el juego.
Irina sonrió, ahora los dos sabían que el otro tenía algo que contar. El asesino vio esa sonrisa como lo que era, un mensaje de confirmación y guardó silencio para comunicarle que lo entendía. Se tambalearon los dos al borde de un ciclo infinito de asentimiento, pero con sangre fría aguardaron un momento, compartiendo el vértigo de querer dejarse ir para averiguar hasta dónde podían llegar y la conciencia de que no lo harían.
El juego consistía ahora en ver quién iba a ser el primero en hablar.
- Voy a prepararnos una tila- dijo Irina levantándose y poniéndose una bata para conservar el calor.
El asesino se quedó tumbado, pensando en cuánto le iba a explicar. No tenía ninguna intención de mentir, pero pretendía elaborar una versión resumida de su vida que eludiese aspectos particularmente controvertidos.
Empezó Irina con una bomba.
Mientras el agua se calentaba hasta alcanzar ese momento de efervescencia en que bullía, Irina pensaba en cómo empezar su historia. El secreto que llevaba dentro era como un tizón sujeto por el extremo equivocado, le mordía, derritiendo paulatinamente su voluntad de mantenerlo a oscuras. Con las tilas en la mano tomó la decisión de contarlo todo sin guardarse nada.
- He matado a mi hermano- dijo, utilizando como introducción el final de la historia y eliminando todo suspense.
El asesino no sabía nada, normalmente no se tomaba la molestia de averiguar quienes eran sus clientes. La ficción de que eran anónimos para él resultaba práctica, aunque la verdad era que podía localizarles en cualquier momento si las cosas iban mal dadas. El monasterio era un local de alta tecnología equipado con todo tipo de aparatos electrónicos rastreadores, decodificadores y grabadores. Toda llamada era localizada, grabada y analizada, por si pudiera resultar de interés tirar en algún momento del hilo.
Aún así tuvo la sangre fría necesaria para desacompasar momentáneamente la respiración de Carlos, para mostrar la sorpresa y conmoción apropiadas. Nada exagerado.
- Cuéntame- dijo sin mostrar más que interés con la voz.
Irina respiró más tranquila, Carlos se había sorprendido pero no había salido corriendo ni lo había tomado a broma. Irina le contó lo que había pasado: cómo había pasado a no ver más que brillo, la ira que le había consumido, como León le había enseñado que no conducía a nada tanta rabia dirigida contra otros cuando lo que había pasado no era más que mala suerte. Luego Irina le explicó como hace dos meses se enteró de que todo había sido una mentira, de que su vista se había evaporado para satisfacer la curiosidad de su hermano, que lo había preparado todo, esperando a que su padre saliera de casa y lo había grabado todo en vídeo. Lo había descubierto gracias a la ubicuidad del DVD y la consiguiente desaparición del VHS. Leopoldo había transferido todo su material a soporte óptico y luego había lanzado los vídeos a la basura. Esa tarde Leopoldo tuvo que salir pronto por una emergencia, así que cuando Irina llegó a la consulta, él ya no estaba. Ayudó a Sonia a cerrar y cuando sacaban la basura, la bolsa se rompió por un rasgón que había hecho la esquina de una las cintas. Sonia comentó que una de las cintas tenía su nombre escrito y bromeó sobre si sería un vídeo familiar o una cinta para un visionado más íntimo. Irina riendo se la quedó y comprometió a Sonia a no decir nada hasta que la escuchara en casa, no quería avergonzar a su hermano si era cine comercial. El vídeo había resultado no ser comercial, pero sí de manufactura cuidada. Su hermano había hecho una introducción relatando lo que iba a hacer y escuchó otra vez sus gritos al recibir la luz que le quemó los recuerdos, luego explicaba con todo lujo de detalles las sensaciones que le había producido cegar a su hermana. Lo que sorprendió a Irina es que no era una secuencia única, sino una especie de diario macabro con entradas que debían haberse producido con años de diferencia, en las que Leopoldo comentaba la curiosidad por la evolución de su hermana y su adaptación a un mundo sin luz. Tras un pase privado, León le dio un número de teléfono y por sólo seis mil euros contrató un asesinato profesional, lo que nunca imaginó es que ella misma casi acabaría siendo una víctima de su propio crimen. Tampoco había contado con que morirían inocentes. Todo por su culpa.
Carlos la abrazó.
- ¿No te doy asco?- preguntó Irina.
Carlos pensó bien lo que iba a contarle y luego empezó su historia diciendo:
- Si la mala suerte me diera asco, no me aguantaría a mi mismo.
Le explicó que a los cinco años se había encontrado solo en la calle, mendigando algo de comer, peleando con otros niños de su edad por los restos de los cubos de basura que dejaban los mayores. Le contó que a veces tenía tanta hambre que comía cartones y hierba para llenarse el estómago. Le contó que había matado a golpes contra el bordillo a un niño un poco más pequeño que él por una piel de plátano que luego le había sentado mal y había vomitado, y cómo le habían salvado la vida unas monjas de un hospicio, acogiéndole cuando ya no tenía energía ni para pestañear y reanimándole a base de caldos, de paso enseñándole lo que era el cariño humano. Y luego le explicó cómo se había asfixiado en esa atmósfera de bondad impuesta y había vuelto a las calles unos años después, pero con la ventaja de estar sano y fuerte. Cómo la memoria de los años sin comer le había convertido en un desalmado que podía lisiar a cualquiera que intentase adelantarse en el turno de rebuscar entre los despojos. Cómo había asaltado a gente por la calle para conseguir unas monedas. Cómo, al fin, había pasado diez años de su vida pensando únicamente en conseguir el próximo bocado que le mantendría con fuerzas para pelear por los de los días siguientes, hasta que se había cruzado con un hombre calvo una noche fría a los quince años. Entre cuatro habían intentado quitarle el reloj y la cartera y los cuatro habían acabado tirados en la nieve. El golpe enfrió por completo las ansias de comer de sus compañeros, que salieron corriendo, pero él hacía tiempo que había entendido que la única forma de sobrevivir era nunca dar un paso atrás. Cargó con todas sus fuerzas y acabó con un brazo roto, de nuevo sobre la nieve. El desconocido había dado media vuelta y proseguido su camino y él, sujetándose el brazo con la mano del lado contrario había intentado golpearle por la espalda, acabando sin saber cómo en el suelo con la pierna también rota. Ni siquiera el hueso asomando por el pantalón le había hecho parar. De alguna forma se había levantado y había cojeado hasta el hombre que le esperaba con una sonrisa en los labios. No recordaba que había pasado después. Despertó en una cama, con la pierna y el brazo inmovilizados y un fuerte dolor de cabeza. El hombre resultó ser una especie de ermitaño urbano que vivía apartado de todo y que le ayudó a curarse y luego le enseñó a ser un hombre. Eso implicaba saber defenderse y no abusar de los que no se podían valer por sí mismos. Pasó con él los cinco siguientes años, hasta que le echó a la calle de nuevo diciéndole que ahora tenía que aplicar lo que había aprendido. No se le ocurrió mejor lugar que la guerra, así que se inscribió como mercenario y pasó cinco años peleando por el mundo a cambio de un buen sueldo. No explicó demasiado de esos cinco años, pero sí le dejó notar que no había sido una experiencia agradable y que le había hecho responsable de más muertes de las que ella pudiera cargarse a la espalda. Finalmente había vuelto a la civilización e intentado aprovechar lo que le habían dado tantos viajes convirtiéndose en profesor de historia en un instituto.
Por el camino se dejó los nombres de León y el anciano birmano con el que había pasado cuatro de sus cinco años de mercenario y que le había enseñado las bases de todo lo que sabía y le había encomendado la misión que había abandonado por ella.