El asesino volvió a sentir la sombra de lo evidente sobre sus pensamientos. Entrando en el piso de Pablo, al contable se lo imaginó en mangas de camisa con un chaleco gris, manguitos y gafas redondas. El pelo ralo, largo para peinarlo de través. A estas alturas de la película le daba un poco igual, aunque dedicó un pensamiento pasajero a la posibilidad de que estarse volviendo loco como el primer A Phwar.
La atmósfera de violencia que se respiraba en la casa contribuyó a que fuera transitorio. El sistema de alarma había sido completamente transparente y el asesino lo había sorteado sin problemas, estaba convencido. ¿A qué entonces la sensación de peligro? La pregunta era retórica, por supuesto. Al asesino se le aligeraron las visiones con la misma velocidad que esperaba ser atacado, era evidente que el contable era ninja.
Años de películas de tipos con pijama negro y pasamontañas, echando humo en píldoras y haciendo contorsiones con los dedos habían sido uno de los secretos que emplearon los ninja para desaparecer de la conciencia popular. Si bien es cierto que en épocas medievales habían vestido el traje negro en misiones de espionaje nocturno, no es menos cierto que también habían empleado disfraces de florista, campesino, soldado y geisha. A qué entonces esa obsesión por el traje negro si no fuera como camuflaje: qué más fácil que llamar la atención sobre un estilo de vestir fácilmente reconocible y luego dejar los trajes de ese estilo en el armario para pasar desapercibido.
El asesino recibió el impacto de un dardo envenenado en el pecho, o eso le pareció al contable, que como un rayo persiguió al dardo con una espada corta en las manos para encontrarse con un golpe que ni vio venir y le dejó inconsciente. El asesino se desclavó el dardo de la pequeña diana de madera que solía llevar en el bolsillo interior de la chaqueta justo para estos menesteres, poniendo buen cuidado de tocar sólo el extremo, si el contable era un ninja de verdad el veneno podía ser absorbido por contacto a través de la piel y del látex de los guantes, y todo el dardo estaría recubierto excepto el último centímetro.
Ahora el asesino tenía que desnudar al contable, que iba vestido exactamente como lo había imaginado, hasta los anteojos dorados. Desvestir a un ninja no es como pelar un plátano, se parece más a despellejar un rape ya pasadito. Si los rapes fueran además extremadamente venenosos. El asesino con la ayuda de una hoja afilada como un bisturí y la meticulosidad de un relojero suizo, fue descubriendo el cuerpo del administrador de las fortunas del alemán. Una vez sin ropa inició la segunda parte del proceso, más desagradable. Ya mondo y lirondo, el asesino ató al contable a una silla que tuvo que reforzar previamente utilizando las cuerdas escayoladas que le había enseñado el abuelo y esperó a que recuperara la conciencia.
Cuando el contable volvió en sí no forcejeó contra sus ataduras, como hubiera hecho alguien menos experimentado, de forma apenas perceptible contrajo algunos grupos musculares para poner a prueba la resistencia de sus ligaduras. Tras el ensayo perdió toda ilusión de escapar de allí con vida, sólo le quedaba la esperanza de aguantar lo que el asesino quisiera hacer con él. El asesino sabía que ni eso era posible. Al cabo de diez horas tenía toda la información que necesitaba y había transferido todos los fondos del alemán a sus propias cuentas, además de vender la mayor parte de su patrimonio inmobiliario a precio de saldo. Todo junto apenas compensaba lo que le había cobrado La Lombriz por la dirección de Pablo, pero ponía a Hans en una situación comprometida.
El alemán se encontró pronto con un problema de liquidez. Pocos son los que se dan cuenta de cómo depende la vida de un ejecutor de altos vuelos de la capacidad de gastar dinero. Cuando uno entra en la profesión lo hace obnubilado por la cantidad de dinero que se mueve, pero pronto cae en la cuenta de que los gastos son desorbitados. En el momento en que se dio de bruces con la pobreza estaba intentando adquirir unas balas de punta blindada para una ametralladora pesada que afortunadamente había pagado por adelantado. La tarjeta de crédito fue rechazada, la siguiente también, y así una tras otra. El banco le había dado de alta en la cuenta de morosos, por tener todas las cuentas en números rojos. Las balas las consiguió gratis en base a la excelente relación comercial que tenía con el proveedor y el miedo que la infundió poniéndose rojo de ira como un chile picante, lo que en su caso era mucha superficie roja. Eso le permitió cumplir con el contrato que tenía pendiente, pero como había cobrado por adelantado no supuso ningún respiro para sus finanzas.
Primero lo primero, Pablo no contestaba, era inconcebible que hubiera volado, pero también lo era que alguien le hubiera forzado a traicionarle. A no ser… ¿el asesino? El alemán entró en el primer bingo que encontró y vació la caja por el procedimiento de arrancarla del hormigón y desgajarla abierta con las manos. Los guardas de seguridad no le molestaron, antes habían sido untados en las paredes como un tomate maduro. Una vez resuelto el problema monetario tenía que hacer algo con el asesino. Lo único que se le ocurrió encerrarse en algún lugar recóndito y oscuro donde no hubiera estado antes. Tomó un taxi, porque ya le faltaba el aire y apenas podía moverse.
El plan era bueno, y hubiera funcionado de no ser porque el asesino ya le tenía en el punto de mira. La belleza de su plan era que para cuando el alemán se diera cuenta de que le perseguía, ya le habría encontrado. Las tarjetas de crédito actuaban como un freno en la transmisión de la alarma financiera y el asesino las había utilizado en su beneficio.
El alemán era un tipo redondo como un tonel, era como un vikingo prototípico, enorme en todos los aspectos y con el perfil de un muñeco de nieve sostenido sobre dos troncos cortos. El tonel era engañoso, su porcentaje de grasa era menor que el de un deportista explosivo, todo su volumen era puro músculo y además músculo funcional. Descendiente de una familia con una larga tradición en el negocio de la finación contratada, allá por el siglo VII uno de sus antepasados había intuido las leyes de Mendel y dado comienzo a la selección, primero de pareja siguiendo un criterio exclusivamente morfológico, y luego directamente a una criba espartana de la progenie. Catorce siglos de esta práctica familiar habían culminado en Hans, el equivalente de un percherón humano supervitaminado. Su constitución le hacía capaz de proezas de fuerza extraordinarias, desgraciadamente breves en el tiempo, pues a pesar de tener un corazón y unos pulmones especialmente desarrollados, no había ingeniero capaz de diseñar una solución al problema de la distribución de oxígeno a tamaña masa de carne. Hans tenía la resistencia de una acelga cocida, sin embargo, todo su músculo y la pasividad forzada a que se veía obligado tenían otra ventaja en su profesión, le proporcionaban un soporte inmutable que le daba una gran precisión en el tiro a distancia, era un francotirador de precisión quirúrgica.
Bajó del taxi y se encaminó a su refugio, un lugar tan secreto que ni Pablo lo conocía, un búnker en un viejo colector que había quedado en desuso con las obras de remodelación del viejo estadio de fútbol. Allí tenía provisiones para pasar un año aislado si hacía falta.
El asesino le siguió.
Separados por la prudencia bajaron una escalera metálica y recorrieron una galería de ladrillo que desembocaba en una sala enorme en la que aún quedaban charcos de agua que tardarían en secarse debido a la humedad subterránea. En una esquina de la sala crecía una burbuja de hormigón del tamaño de una embarcación de recreo y dentro estaba el escondite del alemán. Nunca llegó a entrar, el asesino le sorprendió a medio camino.
El alemán estaba cansado y desprevenido, confiado a las puertas de su paraíso secreto. El momento era inmejorable. El golpe del asesino, una percusión brusca al parietal que lo fragmentaba explosivamente hacia el interior del cerebro, era mortal en todos los casos y elegido porque no había forma humana de protegerse la zona. En el caso del alemán, la rigidez muscular del cuello iba a actuar en su contra, impidiendo un balanceo que hubiera hecho perder energía al golpe y transmitiendo el total del impacto al hueso a flor de piel. El asesino había ejecutado el golpe tantas veces que la mecánica era inconsciente como el respirar, el fallo inconcebible.
Y ahí estaba lo que presagiaba tanto preámbulo, como un hipo incontrolable, el brazo del asesino se contrajo brúscamente convirtiendo el lance mortal en un manotazo inconsecuente que simultáneamente alertó al alemán y sorprendió al asesino, con consecuencias graves. El asesino perdió por vez primera el interés en captar la realidad en todo su esplendor, abandonando momentáneamente el camino que había tomado tantos años antes de la mano de A Phwar.
Nada bueno.