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Mientras nos dejen

Se me olvidó añadir “mientras nos dejen” al final del post anterior. No fue un descuido, sino mi falta de atención a lo que sucede en el mundo últimamente. Se va uno de vacaciones unos años y vuelve la inquisición a hurtadillas.

No hablo de la llamada ley contra la blasfemia en Irlanda, esa ley es mejor que la que tenían hasta ahora y nosotros sin ir más lejos tenemos el artículo 525 del código penal.

Tampoco hablo de las leyes contra el P2P, ni contra la comisión de propiedad intelectual en el ministerio de cultura, aunque quizás debiera.

Lo que me preocupa es la banalización de la estupidez, que aceptemos los argumentos peregrinos que se utilizan para promover todo tipo de agendas particulares y nadie diga nada. No nos malentendamos, no estoy en contra de promocionar intereses particulares, eso me parece humano, tampoco estoy en contra del ocasional argumento insípido, eso también me parece normal; lo que no entiendo es que se desprecie la razón completamente y se disculpe o incluso defienda la mentira evidente. Especialmente no entiendo que los supuestos profesionales de la búsqueda de la verdad sean tan incompetentes.

Ni siquiera tengo que hacer un esfuerzo por buscar ejemplos, voy a buscar las tres primeras noticias de portada de Público, El Mundo y La Vanguardia y vuelvo enseguida. Podéis repetir el ejercicio con vuestros diarios menos odiados y un poco de espíritu crítico.

  1. Público: “La Ley de la Ciencia sustituirá becas por contratos”
  2. El Mundo: Guantánamo se prepara para acoger a los haitianos
  3. La Vanguardia: Los haitianos creen innecesaria y humillante la llegada masiva de tropas en lugar de civiles

Ahora vamos a leer los artículos y pensar un poco (sólo hace falta una pizca, de verdad).

En Público, tras varios párrafos sobre el maravilloso esfuerzo en defensa de la investigación y lo importante que es la misma para el país aprendemos que el presupuesto, por supuesto por la difícil situación económica en que nos encontramos, crecerá sólo un 3.02% lo cual deberíamos ver todos enseguida que es magnífico, de verdad, palabrita de niño jesús, oiga. Ahora volvamos a leer el titular y pensemos en cuán maravillosos serán los sueldos ligados a los contratos. Y todo esto mientras nos quedan ciertas dudas en la cabeza, como cuál ha sido la evolución del presupuesto en los años anteriores, qué porcentaje se dedica a los sueldos de los investigadores, en qué consisten las líneas de investigación, qué beneficios hemos conseguido en años anteriores, vamos minucias.

En El Mundo, la maravillosa imagen de Guantánamo reformado en un camping para haitianos necesitados desaparece pronto, las “tiendas de campaña” son para los que osen intentar emigrar ilegalmente a Estados Unidos y sean capturados, son parte de la “línea dura” que el país va a adoptar para proteger sus costas.

En La Vanguardia utilizan magníficamente la idea de todos somos uno y componen el titular con una amalgama de opiniones de un embajador europeo, la revista Time, un empresario libanés y dos haitianos cuyas opiniones se cancelan, uno en contra de la llegada de tropas extranjeras y otro a favor de soldados estadounidenses, pero no de la ONU. Ambos se sienten humillados por diferentes razones, eso sí.

El problema no es que nos engañen, el problema es que nos lo tragamos sin criterio, nos estamos convirtiendo en una muchedumbre mansa y el problema de tanta placidez es que cuando alguien levante la voz para preguntar parecerá un energúmeno por comparación.

Preguntar no es ofender, asumir que el interlocutor es idiota sí lo es. Un diálogo no es repetir lo mismo en tono condescendiente, eso es un insulto. Si no podemos explicar nuestras ideas es que no tenemos todas las respuestas, hablar con otros francamente puede ayudarnos a entenderlas. Si uno se equivoca, es fácil rectificar, sólo tiene que disculparse y afirmar la verdad una vez se haga evidente, pero si repite la misma mentira una y otra vez, tenemos que concluir que quiere engañarnos y deberíamos dejar de atender a lo que dice, así de fácil y así de definitivo. Es más difícil recuperar la confianza que perderla.

Todo esto son cosas que saben mis hijos, ¿por qué es tan difícil para los adultos?

Pon un obispo en tu mesa

Me pasa por no leer los periódicos con asiduidad. Ayer me salté la cita con el ordenador, fue algo premeditado motivado por dos razones: que no sabía qué escribir y un problema que tengo desde que recuerdo, o quizás una maldición. Ahora, gracias a monseñor tengo que hacer turno doble.

Primero sobre mi problema, que es anatómico. La manifestación más obvia es una pequeña mancha circular en las radiografías de mi cabeza. En realidad es una esfera de pocos milimetros de diámetro y en su interior no hay nada, literalmente, tengo una esfera de vacío en mi cerebro. Dicho así sorprende, y si me conoces sabes que no parece tener ningún efecto secundario, pero en realidad si lo tiene. No sé bien de qué están formadas las paredes de la esfera, aunque si fueran de la misma materia gris que forma el resto de mi cerebro la burbuja colapsaría sobre si misma. Lo que sí sé es que debe haber más de un tipo de tejido en la misma. La capa que recubre casi al completo la cara exterior debe ser de un material aislante, y en el interior debe haber dos secciones de tejido neuronal en lados opuestos. Sé esto porque la esfera se comporta como un condensador y se carga con mi fuerza de voluntad.

Es por ello que cuando algo requiere cierta disciplina por un periodo continuado, cualquier interrupción en mi motivación, cualquier pausa o diminuto flaqueo requiere que vuelva a empezar, la carga del condensador se disipa y necesito volver a cebar el circuito desde cero. La diferencia de la pausa de ayer frente a otras es que estoy intentando mantener la tensión a pesar de relajar la disciplina y así convertir las pausas en eso en lugar de detenciones. Parece que funciona.

Ahora vamos a lo que me hace cosquillear los dedos, las declaraciones del obispo y la sorpresa y alzar de manos a la cabeza estúpido, perdón, en estupor de mucha gente que lo critica por insensible.

El ilustrísimo obispo de San Sebastián pertenece a la congregación de los fieles, un grupo de individuos convencido de que estamos en este mundo para ser puestos a prueba en una suerte de gran hermano universal, con un sólo ojo que todo lo ve y otro cuya misión es tentarnos. El mundo de verdad, el mundo que cuenta, es el que viene después y al que todos tenemos una oportunidad de acceder. Hay muchas puertas de salida en la casa, algunas plácidas y otras más inquietantes, y hasta que atraviesas la que te toca en suerte no sabes si has ganado o la has cagado, pero lo que sí sabemos desde que nacemos es que algún día nos tocará salir por una de ellas.

Desde el punto de vista del obispo, lo único que ha ocurrido es que en Haití varios miles de personas han encontrado un tirador para abrir la suya. Su fe le dice que debemos ayudar a los necesitados y apiadarnos de los que sufren, pero eso es el pan nuestro de cada día, es evidente que eso no es nada extraordinario ni comparable a lo que sucede en España, un país embelesado por el tentador, a un paso de irse de cabeza por la salida equivocada y eso sí es para siempre.

Seamos consecuentes y aprendamos lo que significan las cosas. Lo que ha dicho el obispo está completamente de acuerdo con la doctrina que practica y no debería causar la más mínima extrañeza. Es como si nos asombrase que el presidente de la patronal ponga el dinero por encima de las personas o no tenga vergüenza, por supuesto que es así, porque así es como se gana dinero que es lo que le importa. Si no nos gusta podemos empezar a pensar en cómo cambiamos las cosas, pero no critiquemos a la gente por ser coherente con sus ideas.

Critiquemos sus ideas.

Asombro

Cuando se estrenó La Guerra de las Galaxias yo tenía ocho años. Hacía poco que había descubierto que en el cine echaban otras películas aparte del Robin Hood de Disney, lo primero que vi en el cine. Y también lo segundo, tercero y cuarto.

Estoy hablando de cuando los multicines eran una aberración por venir y las salas tenían pantallas gigantescas, de cuando sentarse en las primeras filas implicaba mover el cuello de un lado a otro para ver la acción que transcurría en los extremos. También hablo de cuando mi cerebro se inventaba los colores de lo que veía en la tele. Aún hoy recuerdo el rojo de la manzana del anuncio de Ajax, algo imposible, porque mi tele era en blanco y negro. Cuando se empezaron a vender las primeras televisiones en color me sorprendió aprender en el colegio por boca de uno mis compañeros de colegio más privilegiados que la baba que escupía el monstruo de tres cabezas que luchaba contra Mazinger Z era rosa, cuando yo la había visto claramente verde.

Pero divago. Me perdí el estreno de La Guerra de las Galaxias porque era el único de la familia que la quería ver. Por aquella época había visto algún episodio de Espacio 1999 y estaba enganchado a la ciencia ficción, pero mis padres no, y mis abuelos tampoco. Una lástima, porque de ellos dependía para ir al cine. Total que me quedé con las ganas. Por supuesto coleccioné los cromos y recorté las fotos de las revistas, pero la película no la había visto.

Paso un año y luego otro y por fin la re-estrenaron en un cine en mi ciudad. Esta vez no me la perdía. Machaqué a mi abuelo con ruegos y súplicas, tanto que al final me llevó él al cine. Creo que es la única vez que fuimos juntos, normalmente el cine era cosa de mi abuela. Hicimos una cola del demonio, nos sentamos en un asiento a mitad cine y delante tenía un monstruo de tío que no me dejaba ver. Me senté sobre el asiento plegado, tapando a la señora que tenía atrás y causando una discusión entre ella y mi abuelo que no parecía comprender por qué un adulto iba a querer ver semejante bodrio.

- ¡Deje al niño que vea, mujer! – le dijo a la señora como si fuera lo más lógico del mundo.

Yo me sentía culpable por tapar a la pobre señora. Hasta que se apagaron las luces y sonó la música y aparecieron las letras y me quedé embobado… no dejé de sonreír hasta que volvieron a encenderse. Eso fue hace unos treinta años. No me había vuelto a pasar.

Hasta que he ido a ver Avatar en 3D. Ha sido mi primera experiencia en cine tridimensional y he vuelto a notar una sonrisa en mi cara de las que no se quitan. La historia no tiene nada especial. En otro sitio he visto una definición perfecta: “Pocahontas con elfos azules”. El guión hace agujeros por todas partes cuando no está escupiendo refritos, pero aún así, me ha hecho recuperar la ilusión de ir al cine.

A ver si vienen más como esta.

A la mujer de mi sueño

Te fuiste de repente dejándome caricias en los dedos y un inexplicable recuerdo de fresas.

Quiero que sepas que al final salvé a los ratoncitos, a los seis que ya conoces y a dos que me encontré por el camino, uno de ellos hecho de papel, vete a figurar. Ahora que pienso ¿acaso te fuiste por miedo al gato? ¡Vaya bicho! Hasta a mi me daba miedo, y eso que por lo menos le saco cien kilos. O debería decir sacaba, ahora que está plano debe de pesar menos. No tuve más remedio que prepararle una trampa y acabar con él, no se avenía a razones. Ni shuuus ni psssss, ni siquiera vetealdemoniogatomalditos aderezados con aspavientos. Tenía un brillo cruel en la mirada y se veía claramente que estaba decidido a terminar con todo. ¿Sabes que intentó clavarme esos colmillos que parecían de jabalí antes incluso de que cogiera el bate y me decidiera a espachurrarlo?

En fin, quería que lo supieses, sé que te quedaste preocupada.

Un beso, esta noche te espero al otro lado de la almohada.

Las gafas del mal

Me ha llegado una carta que me tiene preocupado. En ella un tal Böse Briefträger me comunica que ha encontrado mis gafas del mal en el interior de una caja que compró sin abrir como parte de un lote en una subasta pública y que, si todavía me sirve la misma graduación o le tengo cariño a la montura, me las puede enviar.  No me decido.

Perdí las gafas a los quince años en un viaje de estudios por Europa. Casi se podría decir que las olvidé a propósito en algún lugar desconocido, estaba harto de ellas. A caballo entre la rebeldía y la fragilidad, dispuesto a ser un joven contestatario y romper con todo y todavía fácilmente humillado por las burlas de “capitán bueno” y “ojos de lince”, no tuve la fortaleza de mandarlas a freír puñetas por lo que eran sino por sus consecuencias sobre mi.

Ahora, tantos años después, veo las cosas de otra manera. Reconozco las ventajas de poder calibrar mi mirada con objetividad y ser capaz de percibir la maldad en su justa medida, sin dejarme llevar por ascos ni gustos. También entiendo que a mi yo adolescente le provocasen aversión: la adolescencia es una edad para equivocarse y aprender, no para la serenidad y el juicio moral preciso. Y ese es el problema, ya no soy un joven, soy un adulto al menos en edad desde hace tiempo. Me da miedo ponérmelas y ver el mundo como es.

Me da miedo mirarme al espejo y ver que no he aprendido tanto como creo.

Inmortalidad

Una familia es el medio de transmisión de un mensaje y nuestras identidades son el ruido que lo enmascara.

Disjuntos

Le sorprendió notar antes el fin de las pequeñas inconveniencias que la ausencia de caricias. Llevaban dos semanas sin tocarse y ni se había dado cuenta, pero al acostarse se quedaba intranquila, como si faltase algo. Hasta la tercera semana no cayó en la cuenta de que le faltaba el sonoro pedo con que su marido anunciaba que había llegado la hora de dormir. Cada noche desde que se casaron, la transición de verticalidad activa a horizontalidad pasiva había sido celebrada con un estruendo, afortunadamente las mayores veces inodoro. Tenía acumulados trece años de temblores con estupor menguante y el alivio que esperaba sentir cuando cesaran se había materializado en inquietud y sospecha. Algo no andaba bien.

Al levantarse al día siguiente observó detenidamente a su marido. Como cada mañana se preparaba para ducharse, ella prefería el baño y siempre antes de acostarse. Vio cómo recogía las prendas sucias del día anterior en una mano y tomaba en la otra la ropa limpia que se pondría tras el aseo. Al escuchar correr el agua del grifo no pudo evitar recorrer el pasillo de puntillas y abrir la puerta una rendija para espiar mientras se afeitaba. Le asombró ver que se tomaba el trabajo de frotar para eliminar completamente los últimos residuos de barba y espuma que siempre se se quedaban aferrados a la pila y le daban ese aspecto sucio que ella detestaba. Ahora que pensaba llevaba ya más de dos semanas sin tener que hacerlo ella. Algo andaba rematadamente mal.

Sobrecogida asistió al resto del ritual matinal y celebró con un suspiro el ruido de la puerta que anunciaba su final. Estaba aturdida. Su marido, esa figura que hacía tiempo que no le despertaba más sentimientos que irritación y fastidio, había permanecido neutro desde el momento en que sonó el despertador. Había conseguido navegar los frágiles sensores que disparaban el campo de minas que era su estado de ánimo matinal sin incurrir en ninguna explosión de ira, algo que si era honesta no había creído posible. Las migas sobre el mantel, el eructo después del café con leche, el periódico mal doblado y la tostadora sin guardar no habían hecho acto de presencia, ni siquiera la estela asfixiante de aquél desodorante que tantos incidentes había provocado. Calma chicha.

Tal vez estaba haciendo un esfuerzo. Quizás había comprendido los errores que había cometido y buscaba volver a conquistar su cariño y empezar de nuevo, enamorados como al principio: inocentes y felices, sin la carga de inconsecuencias que los había separado incrustándose como una cuña invisible en el matrimonio, una barrera que ninguno de los dos estaba dispuesto a reconocer por vergüenza, por no conceder la derrota ante lo que no era más que un puñado de intrascendencias, malentendidos y supuestas afrentas exentas de malicia.

Le sorprendió no notar calidez alguna ante la idea de su acercamiento, de hecho una sensación particularmente fría se apoderó de su corazón. Ya no le quería. Así de simple. Tampoco le odiaba. Aunque en los últimos tiempos casi se había convencido de que así era, ahora se daba cuenta de que no era cierto, lo que sentía era una enorme indiferencia. Recordaba haberle querido pero no recordaba por qué, ni veía rastro alguno de los lazos que los habían unido. Termino su té y se maquilló rápidamente para ir a comprar.

En el mercado con unas cebollas en la mano no pudo evitar reírse: se habían hecho viejos al lado de la persona equivocada y encima se estaban haciendo la vida imposible. Como una cucharada de más encima de su generosa ración de fracaso. Los niños lo habían notado, lo sabía. Al pensar en ellos la risa se le atragantó. ¿Qué culpa tenían ellos? Los habían criado en su remolino destructor y poco a poco se estaban hundiendo, desarrollando las espinas y agallas que necesitarían para sobrevivir en profundidad y cubriéndose de las escamas que los harían más resistentes, pero también menos amables. Recuperó la sonrisa, por ellos si notaba cariño. Ellos si valían el esfuerzo.

***

Cuando volvió de trabajar cansado, no esperaba encontrar la taza tapada, a diferencia de cada día de los trece años anteriores. Escucho las risas en la cocina y le llegó el aroma del estofado. La atmósfera en la casa había cambiado, ahora era cordial, con pequeños estallidos de amor compartido enfocados hacia abajo. Casi no se podía oír el rumor de fatalidad.

El día de los guantes

Esta tarde mi hijo se ha dejado los guantes en el tren. Nada del otro mundo, los niños son despistados y el mío lo es por partida doble, pero es que además el muy cazurro se ha olvidado las manos dentro hasta el codo. Y claro, detrás de los codos han seguido los brazos, el cuerpo y del gorro a los zapatos. Vamos, que mientras nosotros bajábamos al andén, él se ha decidido a conocer los entresijos de la líneas de cercanías en plan explorador.

Menos mal que estamos en un país civilizado y en la siguiente estación ya había alguien bajándose del tren para acercarle hasta el empleado de la estación que le esperaba allí tras nuestro aviso. Total, una pequeña aventura y una deuda de gratitud con una persona a la que nunca conoceremos que se acercó a un niño desesperado y le consoló durante unos minutos sin esperar nada a cambio, y que seguramente llegó tarde a donde iba por nuestra culpa.

Gracias.

Inmersión

Vas por la calle tranquilamente y ¡zas! te pasas de introspección. Es un poco como pasarse de frenada, notas que todo se comprime y te haces pequeñito y pesado y se te saltan las lágrimas. Esta mañana me ha ocurrido y he salido dando vueltas sobre mi mismo entre los atónitos peatones. En semejante situación lo mejor es abrir los ojos y empaparse de lo que sucede a tu alrededor, cualquier cosa que no tenga que ver contigo y que te hinche como una esponja. El problema es que el momento angular con el que giraba mi cuerpo era tal que mis ojos apenas percibían una espiral de colores, como cuando te subes en las tazas en las ferias. Eso me ha recordado cuánto me gustan esas atracciones y lo mareado que acabo y cómo me digo que no subiré nunca más y lo incoherente que es volver a subirme la siguiente vez y el paralelismo con la tesitura en que me encontraba, ¡vaya coincidencia! o ¿no sería tal? ¿tal vez era una advertencia? Total que contemplando la posibilidad de ser el centro de atención de toda la realidad me he volcado aún más sobre mi mismo y tanta compresión me ha convertido en un punto que viajaba rápidamente calle abajo, hasta que me he caído al río y el agua fría me ha hinchado los bolsillos del pantalón, frenando mi velocidad de giro y permitiéndome abrirme al exterior.

Así que hagáis lo que hagáis, nunca llevéis pantalones impermeables con los bolsillos cerrados con cremalleras, nunca sabes cuando necesitarás que se llenen para detener tu zambullida en ti mismo.

Conductismo

Con esto inauguro la sección sueño de la semana.

Cada noche sueño muchos sueños. A veces no sé si son tantos o es que, como sólo recuerdo fragmentos, he perdido el hilo conductor. Por las mañanas al despertar siempre me pregunto si soy capaz de producir todos los detalles que recuerdo o sólo me engaño percibiéndolos donde no están, pero como todo queda en casa ¿qué más da?

La cuestión es que esta noche he soñado algo curioso que no sé de dónde ha salido. Primero he visto a un tigre gigante atacando a tres cachorros de tigre de forma sanguinaria. En un periquete se los había cepillado a los tres y ha sonado un silbido, que ha parado al tigre y le ha hecho retirarse entre los matorrales. Entonces han aparecido tres personas con batas blancas, dos hombres y una mujer, que llevaban del cuello a tres niños harapientos y maniatados que parecían mendigos. Cada uno de los adultos ha empujado a un niño al suelo y, poniéndole la cara sobre uno de los cachorros reventados, le ha sujetado ahí pisándole la cabeza  con su bota militar. Los niños tenían miedo y asco, tanto que estaban histéricos, pero los adultos los sujetaban ahí con fuerza, apretando sus caras contra los despojos de los pequeños tigres. Finalmente los han levantado y han empezado a marcharse, a lo que he preguntado yo que qué era lo que ocurría y me han explicado que eran psicólogos conductistas y que en realidad lo que hacían era por el bien de los niños. Mientras me contaba esto, uno de los niños ha visto que uno de los cachorros estaba vivo y ha ido a ayudarle, le ha acariciado el pelaje maltrecho y, al ver que respondía lamiéndole la mano, ha preguntado a uno de los mayores si podían curarle y quedárselo como mascota. Incluso yo he dudado, una cosa es un bebé de tigre tan mono e inofensivo y otra un gato gigante con dientes de cuchillo, esperaba algún tipo de compromiso por parte del psicólogo, pero me ha sorprendido que, sin decir nada, ha cogido al animal por el cogote y lo ha reventado contra unas rocas.

Los psicólogos conductistas no se andan con chiquitas en mis sueños.