Unos días antes Lucero paseaba a su perro por la calle ajena a los problemas del comisario y el tenebroso mundo por el que se movían tanto él como la presa que perseguía. Las ruedas del destino se habían puesto en marcha para convertirla en una pieza clave del puzzle que estaba componiendo el asesino a base de cadáveres. Y sería la única pieza capaz de movimiento, limitado todo sea dicho, en el siniestro tapiz.
La mañana había amanecido gris, nublada, en consonancia con el tono de la historia. Esto no era casual, era necesario para la secuencia de sucesos que iba a desencadenarse. Si el sol hubiera asomado por las nubes, Amelia no hubiera encontrado un paralelo entre el frío de la mañana y el desconsuelo que sentía en el corazón. Amelia estaba convencida de que el corazón está bajo el esternón, así que sin saberlo su mente romántica había convertido en pena el ardor que le habían producido los callos de la noche anterior. Si Amelia hubiera tenido mejores conocimientos de anatomía o una digestión más ligera, tampoco habría sucedido nada, pero su pesar ardiente la llevó a contemplar desesperada la realidad: nadie la quería. Lo cual no era de extrañar, pues Amelia nunca salía de casa, únicamente su banco y las compañías del gas, la luz y el agua sabían que existía. Ni siquiera estaba censada. Sus padres le habían dejado una generosa herencia al morir que había hecho innecesario que saliera de casa. Internet había hecho el resto, el día que el Caprabo abrió su tienda virtual, había dejado de ir al súper, que era lo único que la hacía relacionarse con otros seres humanos desde que salió del colegio.
Curiosamente, Amelia era una mujer extremadamente bella, pero una timidez escandalosa hacía que pareciera incómoda en todo momento y sugería la posibilidad de unas almorranas urticantes o un secreto más vergonzoso todavía.Amelia era, en resumidas cuentas, un catálogo de despropósitos y una tragedia esperando a suceder. Aquella mañana, subió a la azotea dispuesta a terminar con todo. Era el turno de Matías.
Matías vivía con su madre. Como tantos otros hombrecillos lamentables que están esperando un piso en herencia y piensan que por el hecho de vivir todavía en casa de los padres tendrán prioridad sobre sus hermanos. Los hermanos de Matías no imaginaban que era esa la razón y creían que lo que pasaba es que tenía miedo a salir del armario. Las comidas familiares eran por ello un sinfín de dobles sentidos y miradas cómplices que los únicos que no comprendían eran Matías y su madre. La madre, con 97 años, sorda y padeciendo cataratas caudalosas tenía una buena excusa. Matías era tonto. Su hermano mayor, Miguel, era homosexual declarado y extrovertido y era el que menos creía en el secreto de su hermano. Él, cuando se había dado cuenta de sus inclinaciones se lo había comentado a sus padres: su padre le había cruzado la cara, su madre había ido por la noche a su habitación a consolarle diciéndole que no se preocupara, que no todos los hombres eran como su padre y que seguro que encontraría a alguno que le quisiera. El padre había muerto hacía ya tiempo, así que, si Matías tenía las mismas ideas, Miguel no entendía a qué venían tantos remilgos. Además, ni Miguel ni ninguno de sus conocidos del ambiente tenían una mascota como la de Matías, una iguana que sería crucial en la cadena de coincidencias que estaba en marcha sin que ninguno de los protagonistas lo notara. Fue la iguana, de nombre Longsilver, la que tomó una parte más activa en todo el tinglado, dejándo escapar a un grillo malcarado por sibaritismo y porque Matíás la estaba malcriando a base de larvas de escarabajo, mucho más tiernas. El grillo intrépido escapó del terrario para padecer una muerte curiosa: su pata trasera derecha se insertó en un tomacorrientes por la derecha y la frontal izquierda lo hizo por el otro lado, sus últimas palabras fueron: “plop plop”. Como una palomita de maiz, primero le reventó la cabeza y luego el cuerpo, junto con los fusibles. Cuando Matías volvió a dar la luz, hubo una sobretensión transitoria provocada por los restos churruscados que hizo fundirse la bombilla del comedor, que dadas las particulares circunstancias fotoreceptoras de la madre era de 1000 watios, con lo cual, el destello que se desprendió no fue menor. Y este destello es el acontecimiento clave, pues salió por la ventana del comedor y se reflejó en las ventanas especulares del edificio de oficinas que había enfrente. Unas palomas levantaron el vuelo asustadas.
En aquellos instantes Amelia estaba pensando en volverse a su piso, pero confundió el destello de luz reflejado en las oficinas de enfrente con el flash de una cámara. No queriendo dejar inconclusa su foto para la posteridad, saltó al vacío entre el batir de las alas.
Con tan mala fortuna que fue a caer sobre el perro de Lucero, un San Bernardo que amortiguó la caída lo suficiente como para que Amelia no muriera allí mismo, sino camino del hospital, donde sería ultrajada por un celador necrofílico. El que sí sufrió una muerte instantánea fue Barrilete, el perro de Lucero, que se dejo el pellejo cumpliendo con la misión para la que hubiera nacido si le hubieran dejado en el cantón del que venía su linaje en lugar de trasladarlo a un país donde su resistencia al frío no seria nunca puesta a prueba. La muerte súbita de Barrilete provocó un infarto fulminante a Lucero, que fue trasladada en ambulancia a la clínica Benavente.
Cuando ingresaron a Lucero en la clínica cayeron en la cuenta de un problema de archivo que nunca se había manifestado previamente. Lucero Milena Merino, mujer, compartía inicial, apellidos y sexo (manifiesto) con Luis Milena Merino, mujer también. Dado que Luis ya había sido procesado, movieron sus datos a un carpeta titulada creativamente “P. Coincidencia Revisar” para resolverlo después y archivaron a Lucero como “L. Milena Merino”. Datos que desaparecerían cuando el asesino los eliminase esa misma noche pensando que eran los suyos.
Al intentar dar el alta a Lucero, a la que la falta de riego al cerebro durante el infarto había dejado con movilidad reducida y una tendencia a babear, se encontraron que no encontraban sus datos. Preguntaron a Miriam en archivos, que recordaba el conflicto de nombres por los quebraderos de cabeza que le estaba trayendo intentar convencer a la dirección de que hacía falta contratar a un informático para rectificar el problema, sin mucho éxito. No encontrar a Lucero le hizo recordar a P. Coincidencia, y revisar el informe de Luis, mujer, le hizo recordar al agente de policía que había pasado unos días atrás buscando datos de algún transexual que se hubiera hecho pruebas recientemente.
El comisario ya tenía su suceso fortuito y de propina la huella genética del asesino. Que no le serviría de mucho hasta que lo encontrara, pero que era la primera pista sólida que conseguía.