Al asesino ya no le quedaba más que dejarse ir. No sabía qué le pasaba y había desesperado de averiguarlo así que ahora iba a meterse de lleno en ello, igual su mente alterada conocía un secreto que él todavía debía averiguar. Dejó de ser un asesino y paso a ser un ligón. O lo intentó.
El problema no era que no supiera hacerlo. Era capaz de ejecutar a la perfección cualquier papel que se le antojara. El problema era su recién encontrado romanticismo, le parecía un mal comienzo emplear sus malas artes con la mujer sin nombre. Para darse un tiempo se centró en averiguar cosas sobre ella, aunque también con el regusto amargo de hacer algo que no debía.
Irina Pardo. Invidente desde los 15 años por un accidente con un laser de alta frecuencia en el laboratorio de su padre. Retomó los estudios a los 17 y terminó el bachillerato y la universidad en un tiempo record, estudiando psicología y física en paralelo. Trabajaba como maestra en un instituto de secundaria en un barrio marginal. No le llamó la atención que fuera experta en lucha cuerpo a cuerpo, se dio cuenta en cuanto la vio por primera vez cruzando la puerta, la forma en que se movía lo hacía evidente y enmascaraba su ceguera, pero sí le sorprendió que hubiera estudiado en la academia de León Kowalski, el maestro cubano de origen polaco que le enseñó los rudimentos de su arte. León era bastante selectivo en cuanto a los alumnos que aceptaba y no demasiado conocido fuera de un reducido círculo. En cualquier caso era una elección curiosa para una persona ciega.
Leyendo el informe, el asesino notó la misma sensación que debe tener un vagón de tren cuando encaja por primera vez en la vía, un chasquido de normalidad, incluso de desapasionado aburrimiento, de estar firmemente encajado en el camino que el destino te ha reservado, tranquilo en la noción de que para torcer tu empeño va hacer falta un accidente violento o una grúa pesada. Ahora estaba más relajado y no le preocupaban los detalles, iba a conquistar a Irina.
Desdoblado en dos, del calculador profesional ya sólo quedaba una débil vocecilla que clamaba angustiada que todo era mentira, que despertase. El nuevo asesino, guiado por una fuerza más poderosa que la individual voluntad humana se movía por caminos trillados.
Intentó primero simular un asalto. Contrató a tres macarras para que le dieran un susto a la maestra cuando volvía a casa una noche. La idea era simple y nada original, ella necesitaba ayuda, él se la daba y se enamoraban lócamente. Después se dio cuenta de que lo había hecho más por verla en acción que para entablar contacto, aún parapléjica hubiera acabado con los tres fantoches después de conocer a León. La noche del asalto estuvo perfecta. Se dio cuenta de que los tres la seguían antes de que reunieran el coraje necesario para asaltar entre tres a una mujer ciega desprevenida. Hizo el papel de desvalida invidente a la perfección cuando finalmente la agredieron con la excusa de quitarle el bolso, lo justo para que uno la cogiese con fuerza mientras el otro estiraba con fuerza del pretendido botín. El impacto contra el árbol debió de partir unas cuantas costillas del maleante roba bolsos. Eso hubiera dejado a los otros dos prevenidos si les hubiera dado tiempo. Con uno sujetándole desde atrás y el otro agarrándole el brazo que había lanzado a su compañero como una bala de cañón, no necesitaba ver para saber dónde estaban. El crujido de los brazos del que la sujetaba no presagiaba nada bueno para su futura carrera como camarero, pero era mejor que el estallido que produjeron las rodillas del tercero cuando reventaron. Había sido una buena alumna. Al asesino se le llenó el corazón con un orgullo inexplicable.
Tocaba pues el asalto directo bajo algún pretexto absurdo. La excusa se la dio la acumulación de bajas por depresión que se iba produciendo a medida que avanzaba el curso. Ni siquiera la proximidad de las vacaciones de verano podía compensar la melancolía de la primavera lluviosa. Un cuatro de abril entró en el colegio como profesor sustituto de ciencias sociales en cuarto de secundaria. La clase que le tocaba tenía fama de ser especialmente conflictiva aunque todos comentaban que tenían buen corazón, porque se portaban extraordinariamente bien en la clase de física de la profesora invidente, cosa que compensaban actuando como verdaderos salvajes en el resto de sesiones. La anterior profesora de ciencias sociales no tenía simplemente una baja, estaba hospitalizada en una unidad de pacientes psicóticos en el pabellón psiquiátrico del hospital universitario y las dosis de drogas que tomaba a diario requerían necesariamente el uso de la palabra caballo.
El asesino acudió a clase como si se tratase de un trabajo más, le habían avisado el día anterior, 3 de abril, así que acudió vestido con unos zapatos de mercadillo, pantalones de pana marrones, una camisa lisa y un jerseycito de punto que hacían que pareciera que todavía le vestía su madre. Con esa pinta de nunca haberse liberado de la influencia de mamá esperaba un primer día interesante, así que además se puso unas gafas grandes de pasta negras. Cuando entró en la clase, cuarenta pares de ojos vieron el cartelito de víctima, era inevitable que uno de ellos probara suerte mientras escribía su nombre en la pizarra dándoles la espalda. La masa de papel higiénico y algún fluido, con suerte agua, se estampó en la pizarra donde segundos antes había estado su cabeza. Sin dejar de escribir dijo:
- Tú, el del chandal azul y la cara de pizza, vete a buscar un trapo para limpiar esta porquería que has hecho.
Al del chandal azul no le hizo ninguna gracia lo de la cara de pizza, así que le reventó los morros al chaval que se reía a su lado y aparte de eso no hizo más ademán de moverse, aunque por dentro se preguntaba cómo coño sabía el mequetrefe de la tiza que existía y que había sido él el de la pota volante.
El asesino había memorizado el aspecto de todos nada más entrar en la habitación y por el ángulo del impacto y el ruido del lanzamiento no había tenido mayor problema en adivinar quién había sido el lanzador. Además, era evidente quién iba a causar problemas. En la película que estaba interpretando no había lugar para masacres, así que necesitaba que la situación volviera cuanto antes a su control.
- Disculpa lo de cara de pizza, la cantidad de hormonas que circula por tu cuerpo no es algo que tengas bajo control. Vamos a hacer borrón y cuenta nueva. ¿Cómo te llamas?
- Andrés.
- Bueno Andrés, hemos empezado con mal pie. Así que esta vez limpiaré yo la pizarra. Está en tus manos que no volvamos a encontrarnos en una situación parecida. Piensa si te interesa averiguar si alguien como yo puede obligarte a hacer algo que no quieres.
Casi todos lo interpretaron como una señal de debilidad y un reto. Andrés sabía que tendría que hacer algo, pero él sí había entendido las palabras del profesor Birbo. Si intentaba algo y el alfeñique tenía algún golpe escondido al estilo de los de la señorita Irina, se iba a encontrar con un problema. Ya se estaba arrepintiendo de haber dado principio a las hostilidades, pues no se le ocurría cómo continuarlas con seguridad.
El resto de la clase transcurrió con normalidad. El asesino ya había dado el primer paso, así que apenas prestó atención. Todos los alumnos menos uno esperaron a que sucediera algo y ese uno estuvo meditando cuál sería el siguiente paso con desfachatez aparente, pero mordiéndose las uñas mentalmente.
En la siguiente clase, física y química, Andrés se acercó a Irina Pardo para saber si conocía al nuevo y pedirle consejo con su dilema. Desde la primera clase, en que Irina había recibido varios impactos de tiza en el vestido rojo que llevaba con aparente vulnerabilidad, hasta que alguien se había acercado confiado a juntar los puntos que había en su chaqueta y se había encontrado con que al que le habían juntado varios puntos en la ceja era él mismo, la clase se comportaba bien con la señorita, porque aunque a distancia estaban seguros, sabían que como les agarrase de cerca no tenían nada que hacer, como averiguaron los amigos del de la cicatriz sobre el ojo más tarde ese mismo primer día de Irina en el instituto. Y además, porque una vez se habían dado un poco de tiempo para escucharla, se habían dado cuenta de que los trataba como personas.
A Irina le pareció extraño que Andrés pudiera haber pensado que conocía al profesor nuevo y le pareció más extraño que la razón fuera la amenaza percibida que despertaba el nuevo en Andrés. Con un pálpito se le despertó la esperanza. Tenía que hablar con él y sabría si era la misma persona.
Desde que murió su hermano y el asesino se desdijo dos veces de acabar con ella, esperaba que cambiara de opinión y fuera a por la vencida. Había acabado con los tres inútiles que la atacaron en la calle pensando que él estaría observando, pero no había ocurrido nada a continuación. Cada día se levantaba pensando si sería el último y deseando que cuando viniera a por ella lo hiciera personalmente y no a distancia. No quería acabar desplomada antes de caer en la cuenta de que iba a morir, quería saberlo y tener la ocasión de intentar defenderse aunque sabía que tenía pocas posibilidades de conseguir nada.
Cuando empezó a estudiar con León lo hizo consumida por el ansia de vengarse del mundo. Quería encontrar una manera de hacer daño físico a la gente que la rodeaba: su padre que había dejado el laboratorio abierto, su madre que la trataba como si además de los ojos, el aparato le hubiera evaporado el cerebro, y su hermano que veía demasiado Star Trek y queriendo jugar a comandante de una nave espacial le había convencido para jugar allí.
Le había hablado de él un payaso que trabajaba de voluntario en el hospital, animando a los niños ingresados, los martes y los jueves en semanas alternas. Él payaso le había enseñado a apreciar las cosas por el tacto no imaginándolas con la vista que no tenía, sino notándolas con los dedos, también le había dado el nombre de León. Al principio pensó que porque el payaso comprendía su odio y quería ayudarla en su ánimo de revancha, tras la primera conversación con León se dio cuenta de que el payaso sólo comprendía su odio, pero no quería saciarlo, quería matarlo.
Con León había empezado a estudiar los martes y jueves de semanas alternas, los que no tenía que ir al hospital vestido de payaso. A medida que se fueron conociendo mejor fueron incrementando la frecuencia de las lecciones hasta acabar viéndose todos los días menos los martes y jueves de semanas alternas. Al principio su padre había sido reacio a que acudiera a tomar lecciones de defensa personal, pero una conversación con León y los resultados que podía observar en su hija, que fue dejando atrás la melancolía que le había sobrevenido y volvió a ser la niña emprendedora y curiosa que había sido, le convenció de ceder. En realidad, con León aprendió mucho más que a pelear, aprendió a vivir el mundo de nuevo, a beber la realidad con los cuatro sentidos que le quedaban y no llorar el que le faltaba, que ni siquiera podía recordar.
Ahora podía emplear lo que había aprendido para identificar al asesino. La gente está acostumbrada a reconocerse por el aspecto o el tono de voz. Ella no conocía ninguno de esos dos rasgos del asesino, pero sí había escuchado claramente su respiración y, si se presta atención, eso es tan característico como pueda serlo la voz, o eso le había enseñado León. El asesino sin embargo, hacía mucho tiempo que había superado las enseñanzas de León, y cuando se metía en la piel de un personaje, lo hacía de verdad, incluso cambiando el patrón respiratorio. Así, cuando Irina se presentó de la mano del tutor del cuarto curso, no encontró ningún parecido. Encontró eso sí, algo que no esperaba, un amigo.
El profesor Carlos Birbo le ofreció una mano segura, la mano del tipo que había esquivado la plasta de papel de váter sin mirar, no la mano que podía esperarse de su aspecto. La voz era la voz firme que se había disculpado con Andrés sin temblar, no una voz apocada como hubiera correspondido a alguien que parecía vivir todavía bajo supervisión materna. Así, la imagen que se hizo Irina del individuo fue bastante diferente que la que tenían los que le rodeaban, que veían a un tipo que duraría poco tiempo en el cargo, aunque la baja que cubría era de las de larga duración.
Irina le preguntó directamente sobre el problema con Andrés.
- Me ha tirado una bola de papel mojado y la he esquivado. Me temo que he sido un poco maleducado por la sorpresa y le he ofendido. He intentado arreglarlo, pero me parece que los demás lo han entendido como un reto. La verdad es que tengo un problema.
Irina notaba el tono relajado y la sonrisa con la que el Sr. Birbo le hablaba, como éste pretendía. “Seguro que encuentro una solución” parecía estar diciendo. Le gustó conocer a alguien con un poco de confianza en sí mismo y que daba la sensación de poder manejar a los alumnos. Lo que más deprimente encontraba de la escuela era tener la impresión de ser la única que los veía como personas normales, ni con el filtro rosa que por ser jóvenes los exculpaba de todo mal, ni con el filtro rojo al uso, por el que pasaban a ser responsables de todas las frustraciones de los adultos que tenían encomendada la labor de educarlos. Que personas bien entradas en los 40 culparan a un grupo de chavales de 15 y 16 años de todas las desgracias de su vida, desde una relación de pareja insatisfactoria hasta su incapacidad para desarrollar un proyecto vital satisfactorio, era ridículo hasta la tragedia.
Irina nunca había hecho muy buenas migas con el resto de profesores, no ajustándose al patrón de ciega necesitada de ayuda y frecuentemente mostrando con arrogancia no comprender que la única razón por la que sus alumnos no la incordiaban era la lástima. Ahora Carlos demostraba una habilidad parecida, pero sin disfrutar de una condición digna de compasión, y además parecía preferir la compañía de Irina que la del resto. Poco a poco se fueron marginando de los demás y acercándose el uno al otro. Entre los dos torcieron la trayectoria del cuarto B que empezó a prestar atención en el resto de materias, si no en clase, por lo menos a las materias en sí, con lo cual las notas del grupo empezaron a mejorar. Este éxito no fue reconocido por el claustro de profesores, pero les causó gran alegría a los dos y les acercó aún más. La tarde que Carlos la invitó a cenar, con un temblor casi imperceptible y muy medido en la voz, los dos sabían que Irina diría que sí y que la cena era diferente de las muchas comidas y cafés que se habían tomado juntos.
Aquella noche Irina durmió en su casa y Carlos también, en la misma cama. Tras acostarse y antes de dormir, no durmieron un rato juntos.