Pawel se dirigió a la caseta de coches de alquiler para recoger su coche y se encontró con un problema que no esperaba.
- No tengo ninguna reserva a nombre de Pawel Wojkiewicz- dijo la empleada con una pronunciación impecable que sorprendió al polaco y que habían facilitado las largas horas entre vuelo y vuelo, junto con unas cintas de cassette con un título cargado de mentiras “Polaco Fácil. Apréndalo en tres días”.
- Imposible, mire, aquí tengo su correo de confirmación- respondió Pawel en un acento no menos perfecto y que sacó a la muchacha de su ensimismamiento. Recordó el manual que había facilitado la Agencia de Coordinación Antiterrorista por la Seguridad Ciudadana en el Ámbito de la Región Libre Acotada por Schengen a todos los comercios situados en zonas aeroportuarias para la detección de conductas sospechosas. La principal señal a detectar eran los rasgos incompatibles con la documentación, la comercial se preguntaba si tener acento de Cuenca siendo polaco podía considerarse una.
- Habla usted un español muy bueno- comentó la muchacha con el fin de progresar en su valoración del posible terrorista.
- Mi madre era de Cuenca- respondió Pawel, que estaba al corriente de los panfletos que repartía la agencia cuyas siglas nunca eran utilizadas.
- Ah, claro- dijo recuperando su sopor inicial la fugaz aprendiz de detective-. Bueno, pues no tenemos vehículos disponibles- añadió.
La joven evidentemente no conocía a Pawel o le hubiera dado cualquier coche de inmediato y ya habría lidiado después con el siguiente cliente. Pawel era lo que se conoce como un perfil ESTJ en la terminología Myer-Briggs, con la J recalcitrante, habría añadido el entrevistador en rojo. Sin tener estudios de psicología, la joven, quince minutos después ya hubiera sabido lo mismo que el teórico entrevistador: Pawel era un cabeza cuadrada.
- Aquí tengo su correo, su correo confirma mi reserva, ustedes tienen que proporcionarme un coche porque se han comprometido a ello- dijo Pawel, repitiendo lo mismo por enésima vez y con la misma voz razonable con la que había empezado. Pawel nunca se alteraba.
- Ya le digo que debe haber habido un problema en el sistema de reservas, no nos quedan coches para alquilar- repitió la comercial, igualmente tranquila, era mejor esto que esperar sin hacer nada.
- Pues tienen ustedes que hacer algo, yo necesito un coche ahora mismo y ustedes me han prometido uno. Yo ya he pagado por la reserva con mi tarjeta de crédito, ustedes no han cumplido lo que prometieron y deben resolverlo.
- Ya le he dicho que le puedo reembolsar los gastos en cuanto me dé usted su tarjeta de crédito.
- Y yo ya le he dicho que lo que quiero es un coche, no que me devuelva el dinero. Tengo su correo aquí confirmando la transacción.
La cola de gente detrás de Pawel había ido creciendo durante la conversación, pero nadie se atrevía a interrumpir al señor de casi dos metros, calvo, con un tatuaje en el cogote y que parecía no necesitar perder la paciencia. Todos aguardaban con las manos en el teléfono móvil a que cogiera a la muchacha y la partiera en dos sobre el mostrador, como indudablemente iba a suceder tarde o temprano. Iban a llegar tarde, pero tendrían material para las cadenas de televisión.
- Por favor, Sr. Wojkiewicz, hay gente esperando detrás de usted y no puedo hacer nada para ayudarle, por qué no me da su tarjeta y toma luego un taxi, le puedo ofrecer un descuento en sus alquileres durante un año.
- Señorita, agradezco su oferta, pero tengo que hacer varios recados hoy a sitios bastante incomunicados, no puedo pasarme el día esperando taxis, necesito el coche que ustedes ya me han cobrado, como dice en este correo que tengo en las manos confirmando la transacción…
Así siguieron hasta que un individuo del final de la cola se acercó a los dos y, mientras el resto de pasajeros sacaban los móviles del bolsillo, se ofreció a cederle al caballero su coche, total ya llegaba tarde de todas maneras, podía hacerlo en taxi, si la señorita fuera tan amable de reembolsarle el coste y ofrecerle las mismas condiciones ventajosas que había ofrecido al caballero.
La señorita accedió encantada pues calculaba que para cuando consiguiera procesar la cola que se había formado ya estaría llegando el siguiente vuelo con clientes.
- Un momento- dijo Pawel-, este coche no tiene GPS, yo necesito GPS.
A la señorita se le iluminó la cara y una sonrisa asomó a su rostro.
- Lo siento, no ofrecemos GPS en las reservas, el GPS hay que contratarlo en persona y se me han terminado- dijo, cerrando el armario en el que había unos cincuenta.
Pawel se resignó, sabía cuándo no había nada que hacer.
- De acuerdo.
Después de subir en su coche salió a la autopista en busca de algún cartel que indicase la cercanía de un supermercado para comprar un GPS.
Vio una señal que indicaba la presencia de un Continente en algún lugar tres kilómetros a la derecha en el polígono Campoazul. El problema era que no había ninguna indicación sobre el lugar en que estaba el polígono en cuestión. Este tipo de problemas le sucedía con cierta frecuencia en las carreteras españolas antes de la invención del GPS. Encontró por casualidad un Alcampo en una de las vueltas que dio y ni se planteó seguir buscando el Continente. Aparcó en el primer sitio que encontró y se dirigió directamente a la sección de electrónica de consumo. Había tres opciones, eligió la más barata.
Las colas eran enormes a aquella hora. Se puso en una caja rápida de las de menos de 10 artículos y esperó, era mejor que dar vueltas con el coche.
- Disculpe joven, pero yo estaba detrás de esta señora antes, he ido a buscar unas anchoas que me había olvidado- dijo una voz a la altura de su codo izquierdo-, ¿verdad señora?- continuó.
La señora que tenía Pawel delante se medio giró y luego murmuró algo como “loqueusteddiga”.
Pawel miró primero el carro de la señora, repleto hasta los topes y sin la menor señal de algo que alguna vez se hubiera cruzado con una anchoa. Por supuesto no lo iba a permitir.
- Señora, llevo veinte minutos en esta cola, cualquier derecho que pudiera usted haber tenido sobre este puesto en la cola lo perdió usted hace rato. Además esta es la cola rápida y usted tiene más de 10 artículos en su carrito.
- Joven, sepa usted que no puede robarme el sitio de esta manera, ¡habrase visto! Además los artículos iguales no cuentan, para que se entere.
- Como usted quiera, yo no voy a permitirle pasar- dijo Pawel extendiendo los brazos para hacer más clara su postura.
- Señorita, señorita, dígale a este caballero que no puede colarse, yo sólo he ido a buscar unos yugúrs.
La señorita pasaba olímpicamente de los dos.
- Señora puede usted pasar aquí delante- dijo un caballero dos puestos por delante de Pawel.
- Me niego- dijo Pawel-, dos puestos por delante sigue siendo delante y no tengo por qué aguantar esperar por culpa de esta señora.
La señora empezó a patearle la pantorrilla.
- ¡Pero bueno! ¡Cómo se puede ser tan maleducado! Déjeme usted pasar joven, el buen señor me ha dejado su puesto.
Pawel aguantaba ahora el carro de la señora con la mano, impidiéndole avanzar.
- Señorita, señor, ¡alguien!, que alguien me ayude con este energúmeno.
El resto de la gente estaba empezando a temerse que la señora saliera disparada, carrito y todo, contra la torre de latas de espinacas que estaba de oferta ese día.
- Por favor señora, no tiene usted necesidad de atacarme con el bolso. Vaya usted al final de la cola y verá como en un periquete le han cobrado.
- Pero, pero, pero. ¡Habrase visto! Señorita. ¡Señorita! ¿Nadie va a hacerme caso?
Los decibelios que producía la señora iban en aumento, incrementándose constantemente desde la primera sílaba que había pronunciado hasta esta última, que hizo temblar los tarros de puerros que también estaban de oferta.
Pawel no pudo soportarlo más, le dio una patada a las ruedas del frontal del carro y luego un empujón al carro que lo clavó en las baldosas del suelo.
- Adelante señora, pase usted.
Cuando finalmente cobraron a Pawel, la señora todavía intentaba desencajar su carro, por lo menos se había quedado sin aliento y ya no chillaba.
Equipado y haciendo una nota mental de confirmar las reservas por teléfono el día anterior, Pawel se dispuso a ir al lugar en que reposaba el alemán.
Llegó sin mayores incidentes y, aunque le costó un rato dar con la entrada, finalmente dio con la escena que había dejado el asesino. Leyendo entre líneas diría que el asesino estaba malherido. Eso le hacía más peligroso, si tenía heridas que justificaran toda esa sangre y aún así había podido matar a Hans, el asesino era un rival formidable. Ahora tenía que encontrarle y no sabía por donde empezar.
El polaco no tenía ninguna oportunidad de triunfar allá donde ni Hans, ni el comisario, ni Don Marmitaco, ni ninguno de los muchos que habían querido encontrarle antes habían conseguido nada. Y hubiera estado dando vueltas por la ciudad haciendo preguntas sin conseguir nada de no ser por la llamada que recibió el móvil del alemán mientras estaba pensando dónde ir primero.
- Pawel, supongo- dijo una voz susurrante, como correspondía a alguien que se movía en la sombra.
- ¿Quién es y cómo sabe este teléfono?
- Sé muchas cosas, quizás debería preguntarme por qué llamo al teléfono de Hans y cómo sabía que estaría usted al lado de su cadáver en este momento, Pawel.
- ¿Qué es lo que quiere?
- Sólo hacerle un favor, el hombre al que busca está en la calle del Sol, en el bloque 367 en el 2º 1ª- dijo la voz antes de colgar.
Pawel no comprendía muy bien todavía en qué consistía el juego al que estaba jugando, pero sabía que de haber sido una trampa, hubiera sido mucho más fácil tenderle una emboscada en el escondite de Hans que en un piso de la calle Sol. Alguien quería que hiciera el trabajo sucio y, por una vez, el polaco estaba dispuesto a seguirle el juego. Afortunadamente Hans tenía almacenadas todas las herramientas que iba a necesitar en el búnker que no había llegado a utilizar.
Acceder al portal no supuso mayor problema, pero abrir la puerta del segundo primera sin que quien fuera que estaba dentro se enterara suponía mayores dificultades. El segundo es un buen piso para esconderse, en caso de necesidad uno puede saltar por la ventana y es posible que sus perseguidores no estén preparados para hacerlo. No es, sin embargo, un buen piso para preparar una trampa. Pawel quería creer que la sangre, la llamada y el piso significaban que el asesino estaba demasiado ocupado intentando seguir vivo como para acechar en la oscuridad tras la puerta con un arma cargada, pero tampoco estaba del todo seguro.
Con un sigilo más propio de Pablo el contable, Pawel abrió la cerradura por el método lento, calibrando la presión haciendo palanca con la mano izquierda para bloquear las pequeñas piezas de metal que impiden el giro con una ganzúa en la derecha. La cerradura del asesino no era demasiado compleja de abrir. Una vez desbloqueada la cerradura, Pawel sólo giró media vuelta, sin terminar de desbloquear el pestillo. Desde fuera no tenía manera de ver el interior de la puerta, ni tampoco podía adivinar que sistemas de seguridad tendría el asesino conectados a la puerta, cruzó los dedos mentalmente y termino de girar la cerradura, dejando la puerta abierta. No había hecho ningún ruido en toda la operación. Un rápido vistazo le confirmó que no había nada conectado al otro lado de la puerta, el asesino confiaba en su capacidad de defenderse. Eso le costaría caro.
Lentamente, Pawel avanzó por el piso hacía lo que suponía que sería el comedor, por la localización de las ventanas desde la calle. Cada paso le ocupaba unos segundos, pues ponía cuidado de que no se escuchara ningún roce o crujido ni al tomar contacto con el suelo, ni al levantar la suela del zapato ni al frotar las perneras del pantalón. Tardó un par de minutos en recorrer el recibidor y el pequeño pasillo que daba al comedor.
El asesino estaba tendido en el sofá, en pijama, durmiendo.
Pawel respiraba de una forma tan ligera que no producía ningún ruido, estaba ahora en ese lugar al que iba para matar. Toda su atención estaba en los movimientos que hacía, en cada gesto tenía en cuenta, no sólo la velocidad y la fuerza que hacía, también la resistencia y reacciones de aquello con lo que entraba en contacto. En ese momento era consciente del roce de la pistola con la sobaquera, de las arrugas de su camisa y el movimiento de la chaqueta. Nada se movía que el no quisiera que se moviera y cada movimiento, lento y cuidadoso, era silencioso.
Con la pistola en sus manos, apuntó para disparar rápidamente. Este último gesto, a esta distancia, le llevaba apenas una décima de segundo. En ese tiempo tuvo ocasión de comprender lo lejos que estaba de conseguir su objetivo.
En el momento en que la pistola salió de su funda, cuando ya Pawel ajustaba su dedo alrededor del gatillo, los ojos del asesino se abrieron y su mano derecha se movió como un rayo. Inmediatamente después, el cuerpo del asesino volvió al reposo.
En ese instante, entre que la mano del asesino brincó y el polaco cayó desplomado sobre el suelo del comedor, Pawel se maravilló de la economía de movimientos. El asesino necesitaba todo el descanso posible y había esperado hasta el último momento para acabar con él. Ni siquiera había esperado a que el cuchillo le atravesara el cuello y se clavase en su cerebro, nada más lanzar ya estaba dormido otra vez.
Pawel murió maravillado. Qué muerte más hermosa.
Y todavía faltaba lo mejor.