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01/11 – Marta la portera

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Chancletas y bata de guatiné. Gorda. Una fregona y un cubo verde, redondo y con escurridor blanco. Los rulos en la cabeza protegidos con una redecilla color rosa.

Primera lección del asesino profesional: evita los clichés.

El problema es que algunas cosas son difíciles de obviar y desde que llegó el encargo de acabar con la portera, no podía quitarse la imagen de la cabeza. Siendo el segundo martes de primavera tocaba cuerda de piano. Y ya estaba viendo las pantuflas trastabillando sobre las baldosas y la cara de la gorda, sorprendida y muerta, apoyada en la pared al pie de las escaleras, el cubo derramado, el mocho sobre el charco de agua sucia y el grito de la vecina del tercero cuando la encontrase, con su manojo de puerros asomando en el carrito de la compra, a la vuelta del mercado.

De película, vamos.

El traje negro, la camisa blanca y la corbata, también negra, que llevaba no desentonaban demasiado en el escenario que se estaba formando en su cabeza. Desgraciadamente, hoy era día 13 y este era el atuendo que tocaba. Cuando empezó en la profesión la pareció una buena idea aprender a moverse con poco margen, por eso le había asignado un arma diferente a cada día según la estación y un vestido a cada día del mes. Sólo se permitía elegir los años bisiestos a finales de febrero y eso sólo para confirmar periódicamente que no le descentraba la desacostumbrada sensación de libertad.

Al acercarse al portal su imaginación dio un giro manido y se imaginó a otra portera. Pechugona en un vestido rojo de lunares abotonado con abandono. El pelo negro, largo y rizado. De rodillas sobre las escaleras fregoteando con desparpajo.

La puerta de entrada era alta, de madera y con cristales protegidos por una herraje en aspa. Al otro lado se veía un amplio zaguán con baldosas de mármol blanco y negro dispuestas al ajedrez. Nada bueno. Tres escalones lo partían por la mitad.

Estuvo a punto de dar media vuelta. Empujó la puerta con más de media convicción de que todo era un estúpido sueño y despertaría en cualquier momento. La garita de portería, a un lado, estaba justo antes de los tres escalones y sentado tras el mostrador estaba un señor de puro con bata azul.

El encargo había llegado por la tarde en un sobre de color crema, por tanto el asesino no había podido reconocer el terreno. Tarde y crema implicaban asesinato improvisado en el estricto código deontológico que se había impuesto. Así que el fumador por sorpresa le cogió desprevenido, precisamente lo que se evitaba acudiendo sin ideas preconcebidas a un requerimiento de este tipo. Afortunadamente, sus años de práctica le habían dado recursos más que suficientes para afrontar la situación.

- Buenos días, vengo a ver a los señores Pérez, del 6º A, traigo unos papeles del banco para entregar en mano – dijo aburrido.

- Suba usted – dijo el portero sin levantar la vista del ¡Financial Times! Por fin una aberración, el asesino sintió que se levantaba un velo.

Tomó el ascensor. De reja. En el centro de la escalera. Con ventanas de cristal y un pequeño asiento en el interior tapizado en felpa roja y remachado con tachuelas doradas. Pero ya no le importó. Aprovecho la transparencia combinada de las ventanas y la jaula para examinar la escalera mientras subía al sexto y último piso. La portera fregaba entre el tercero y el cuarto en trayectoria ascendente y entraba de lleno en la categoría rulos. Los señores Pérez murieron para que pudiera terminar de fregar hasta el sexto sin importunarle ningún extraño en el rellano.

- Buenos días y gracias – dijo al pasar por delante del portero al salir.

- Nada, caballero, nada – dijo el portero. Sus últimas palabras.

El asesino se encaminó con paso distraído hacia el metro: la noche anterior había cenado albóndigas.

El comisario había cenado potaje y sus tripas se lo recordaban con insistencia a poco que se agitase el coche patrulla. En cuanto llegaron a la escena del crimen todos salieron del coche con alegría, inapropiada para la situación que requería su presencia, pero comprensible a poco que uno asomase la nariz al interior del vehículo policial. Pronto la portería olería peor.

Un chirrido aflautado acompañó al descubrimiento de la cajetilla sin abrir de “Celtas extra” junto al cadáver del portero. El puro que le había quemado las cejas, post-mortem según el forense, parecía sugerir que no era suya. Y el comisario tenía una idea sobre quién podía ser el anterior dueño.

- Comisario, cae agua por el hueco del ascensor- palabras del inspector puntuadas por un par de cuescos secos.

- Vaya usted a mirar de donde viene, Pascual, hágame el favor- dijo el comisario con formalidad y el único fin de alargar el discurso y encubrir la sordina que le brotaba de entre las otras mejillas.

A los agentes que custodiaban la entrada al portal, se les iba tornando la escena más amarilla cuanto más tiempo pasaba el comisario en la escena del crimen. La hija de los porteros, provocativamente embutida en un vestido de lunares rojos y con el apio que había comprado en el súper asomando de las bolsas de la compra, asociaría la muerte con la fetidez a partir de ese terrible día.

El juez permitió levantar los dos cadáveres por la tarde. Los señores Pérez no serían reclamados hasta el jueves, día en que la señorita Rosario descubrió que estaba en el paro al entrar a limpiar.

La ausencia de huellas. La cuerda de piano presionando con fuerza suficiente para impedir el paso del aire, pero no tanto como para cortar la piel en un martes de primavera. La facilidad con que había eliminado a todo aquél que pudiera identificarle o simplemente hacerle la faena más sencilla. Y sobre todo la cajetilla de Celtas sin abrir. Todo parecía indicar que el señor 2391 se había convertido en el señor 2395. Y lo único que tenían sobre él era el número de víctimas estimado y un absurdo patrón de uso del arma del crimen que al principio sólo se tomaba en serio el comisario, pero que a medida que pasaban los años, hasta los más recalcitrantes empezaban a aceptar.

Siempre crímenes de barrio, personajes cotidianos sin nada destacable. A lo más, la sospecha de que existiera algún rencor que se hubiera enconado lo suficiente para que algún allegado acudiera a la cirugía social. La víctima principal siempre muerta de una forma determinada según el día del año, y las víctimas colaterales de un golpe preciso en algún órgano vital, sin pauta conocida. Llevaba diez años así, semana tras semana, sin cometer ningún error. Él solo había aumentado las estadísticas de asesinato en España en casi un cincuenta por ciento: un verdadero currante del homicidio. Para los forenses, además un artista o un mago.

En ese momento, el mago comprobaba su cuenta en las islas Caimán. El intrusismo en la profesión era alarmante, cualquiera se ponía el título de exterminador y por menos de calderilla organizaba una balacera en plena Gran Vía. Principiantes que importunaban y que bajaban el precio de mercado en un comercio cuyos clientes no eran habitualmente entendidos, y les daba lo mismo una muerte profesional que un mazazo en la cabeza que la reventase como una sandía. El resultado era que acabar con una señora que había criado una familia trabajando como una mula de carga durante toda la vida valía sólo seis mil euros si tenías algo de renombre, porque al mejor postor podía ponerse en la mitad.

Si trabajase por dinero, estaría indignado. Pero no se indignaba con facilidad, y nunca había hecho su trabajo únicamente por la recompensa monetaria. Dinero necesitaba el justo para seguir matando y eso lo hubiera podido hacer con un cuarto de lo que ganaba, el resto era propina y un seguro por si venían mal dadas. El motivo real de cada contrato que llevaba a término era que le proporcionaba la práctica que necesitaba para perfeccionar su arte lo suficiente para abordar su verdadero proyecto vital. Cada vez faltaba menos, hoy hubiera sido perfecto si pudiera borrar su inquietud anterior al descubrimiento del diario inglés.
Ya no le daba tiempo de bajar al súper, así que abrió la nevera para ver qué había de cena. Poca cosa: tomates y huevos. Con un poco de harina, una pizca de sal y aceite de oliva, la noche sugería pasta. Y si había que trabajar al día siguiente, la bici no le haría ningún mal. Empezó a amasar la harina, preocupándose de trabajar bien la fuerza de sus dedos.

El comisario no cenó aquella noche nada sólido, pero si le dio un meneo a la botella de güisqui, que también alimentaba. En calzoncillos, camiseta imperio, alpargatas de tela y con el vaso sobre la tripa repantigado en la butaca haciendo tintinear los hielos por puro control abdominal, el mismo que le había fallado por la mañana, el comisario no parecía gran cosa. Por supuesto sus compañeros de promoción en los GEO no pensaban igual, por lo menos no al terminar la formación, aunque hubiera algunos que si pensasen así al principio.

Apariencia absolutamente mediocre. Altura, en la media. Peso, en la media. Rasgos físicos, nada destacable. El pelo rojizo parecía haber actuado como instigador de las primeras pullas, eso y que siendo la media de altura y peso de los candidatos a agente de operaciones especiales superior a la media, era el pequeñajo de la clase. Pequeño y gran boxeador no son incompatibles, como averiguaron pronto los primeros que se excedieron a juicio del embrión de oficial. Después de ganarse el respeto con los puños, demostró que las horas de golpes en el gimnasio no habían dejado secuelas en su cerebro terminando el primero de la promoción.

Y ahora, quince años después, con una carrera fulgurante detrás, se tiraba pedos en la escena del crimen como una niña asustada. Todo por un paquete de cigarrillos.

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