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02/11 – José el fontanero

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Un peto azul, bigote y una gorra gastada. Una llave grifa asomando de la cartera de cuero colgada en bandolera. La furgoneta cubierta de polvo con las ventanas de atrás tapadas, la palabra “Hnos.” pegada al nombre escrito en letras azules en el costado.

Algo extraño le estaba pasando. Su disciplinada imaginación se estaba yendo de madre y nada de lo que hacía le ponía remedio.

El encargo había llegado por la mañana en un sobre azul claro, así que tenía dos días para llevarlo a cabo y podía permitirse una visita de inspección. La noche anterior había cenado langosta, algo poco frecuente, así que tendría que desempolvar el monopatín. Para terminarlo de complicar era día 5 y tercer lunes de primavera: camisa a cuadros, pantalones de pana, alpargatas y mangual. En casos como este se permitía un orden de libertad y normalmente hubiera cambiado el monopatín por una bicicleta, pero necesitaba confirmar que aún era capaz de sacarse de la chistera la habilidad suficiente para conseguir algo así.

A media mañana del miércoles recibieron el aviso en la comisaría. El pequeño de los hermanos Gómez, fontaneros a domicilio, había sido encontrado muerto en el tercer piso del 142 de la calle Austria. Se descartaba la muerte accidental porque a su lado se había encontrado el cuerpo de Amancia Carvajal, dueña del inmueble y, sembrados a lo largo de la escalera de caracol que llevaba a la vivienda, los cuerpos sin vida de cinco vecinos que habían tenido la mala suerte de cruzarse con el asesino tras el luctuoso suceso, sobre cada uno de ellos una porción idéntica del cerebro del fontanero. El paquete de cigarrillos Celta había llamado la atención del primer agente que se presentó en la escena del crimen.

El comisario acudió preocupado al lugar de los hechos. Si un agente de a pie estaba al corriente del significado de los cigarrillos, cuánto faltaba para que un periodista olfatease la noticia. El comisario había vivido con el miedo de que algo así sucediera, aun sabiendo que era inevitable desde hacía seis años, cuando elaboró la teoría del asesino a sueldo especializado en riñas menores. Ya entonces quiso mantenerla lo más confidencial posible. Empezó por comentarla únicamente con su comisario en aquél entonces, que la consideró ridícula y se puso a explicarla a diestro y siniestro. Al principio vinieron las risas y mofas, pero a medida que un caso tras otro, semanalmente, encajaban en sus conjeturas, las carcajadas cambiaron en sonrisas desencajadas, luego vinieron los “oye, explícame eso” y las muecas de incertidumbre. Finalmente el viejo comisario dimitió, lo que dejó vacante la plaza que ocupaba ahora. Y ahora el pescuezo que estaba en el nudo era el suyo, como la prensa tirase del hilo no había quién le salvara.

Cuando salió del despacho del forense estaba aún más preocupado. La reconstrucción de los hechos no dejaba lugar a dudas. Había sido el mismo hombre. Por la mañana alguien había entrado en la finca de la calle Austria en la que el fontanero tenía una cita con Doña Carvajal a cuenta de una cisterna que no dejaba de rebosar. Doña Carvajal había pasado a mejor vida sobre las 8:00 de la mañana de un único golpe que le había quebrado una costilla y le había seccionado la aorta con la misma. La muerte había sido rápida. El forense todavía estaba atónito, el pedazo de costilla tajante estaba afilado como si lo hubieran tallado, pero la piel estaba intacta en el lugar de la percusión. El resto de víctimas no era menos espectacular. El fontanero había sido descalabrado fulminantemente con un objeto contundente. El ángulo de impacto había reventado el cráneo y desperdigado trozos de hueso por toda la habitación, efectivamente desintegrando la parte superior del cráneo. El cerebro había sido extraído intacto hasta el bulbo raquídeo y el experto juraba que había sido del mismo golpe, lo que no explicaba cómo no habían encontrado un emplasto de materia gris en la pared opuesta al golpe, que sí mostraba en cambio restos de sangre y hueso. Ni tampoco cómo había llegado el cerebro a incrustarse en las cinco víctimas de la escalera. En un más difícil todavía, los cinco desdichados habían recibido un golpe en la frente con un objeto punzante que les había esparcido por la misma la sesera del fontanero en cinco porciones iguales. Hasta el gramo. El arma del crimen en el caso de las muertos por untamiento podría haber sido una esfera metálica y puntiaguda. Por el ancho de la escalera y el ángulo de los golpes, algún arma articulada. Todo, excepto el haber tenido lugar en un edificio de hormigón con calefacción central en lugar de entre el barro en un campo de batalla medieval, sugería que el arma utilizada había sido un mangual. El forense estaba seguro de que tenía asegurada la publicación de un artículo por cada uno de los finados.

- Podría ser otra persona, nuestro hombre no emplea armas para los espectadores- comentó el inspector jefe, saliendo del depósito de cadaveres y fallando completamente en su observación.

- No creo, Pascual, me parece que se está riendo de nosotros con un más difícil todavía- comento el comisario, menos desencaminado.

La verdad era que el asesino no había roto con la costumbre por capricho ni para irritar a la policía, lo había hecho para probarse a sí mismo. Tras entrar en las oficinas de los hermanos Gómez para consultar su agenda del miércoles: “8:00 Doña Amancia”, había vuelto a tener una de sus visiones. La ancianita mirando por la mirilla en camisón con un moño blanco. Arrugada y sola tras la cadena de seguridad taras abrir la puerta al fontanero bigotón para que le arregle la cisterna que chorrea. La tele y la virgen. El crucifijo y la mesa camilla, la estufa de butano.

Había acudido a la cita un poco antes que el fontanero y había terminado con la abuela rápidamente, todavía sintiendo la pesadez de lo cotidiano de la escena. Moño y camisón. Luego le había abierto la puerta al fontanero, bigotón y vestido de azul, y por eso había elegido el golpe más difícil con el látigo. Ejecutándolo a la perfección. Un póster de un bombero en cueros en la pared del comedor le había quitado la modorra de lo evidente y, con los sesos del fontanero pinchados en la maza todavía, había empezado a bajar las escaleras con los ojos cerrados, contando los pasos que subían y repartiendo mentalmente la carga de su mazo sobre las cinco frentes. En la estrecha escalera los ángulos de ataque eran complicados y en algún caso había tenido que sobre-extender el hombro, pero había valido la pena. Estaba en su mejor forma y las visiones ordinarias que le sobrevenían no parecían afectar a su rendimiento.

Se había vuelto a casa patinando por la avenida gritando como un poseso. Con el pelo teñido de blanco y la bola de pinchos dando vueltas sobre su cabeza nadie le había dicho nada al pobre anciano loco, aunque bastante ágil para su edad. Y mira cómo se había saltado el banco. Hasta los skaters se habían parado a mirarle, algunos incluso le habían grabado con sus cámaras de video.

Igual que la policía grababa al hermano Gómez superviviente y cabreado en la sala de interrogatorios. No se le veía muy apesadumbrado, pero no por eso dejaba de exigir un poco de reconocimiento por su dolor. Que aunque hubiera pasado a ser dueño del imperio Gómez, tampoco era como para echar cohetes: un par de furgonetas, el taller y unos treinta clientes regulares, todos pequeñas empresas, no daban mucho de si. La mención de la viuda Gómez y ciertas fotos indecorosas trajo algo de color a sus mejillas, pero muchos años de televisión le habían enseñado que eso se le llamaba “circunstancial”. La reciente transferencia de seis mil euritos a una cuenta de las islas Caimán fue rápidamente explicada en virtud de unas deudas de juego, tal y como se le había indicado en unas instrucciones que debía destruir tras leerlas y así había hecho. El apenado cainita era intocable sin más pruebas, por lo que le dejaron marchar.

El comisario volvía a estar en el punto de partida. Pidió una orden para pinchar el teléfono del hermano, el registro del tráfico electrónico a su proveedor de internet y una orden de registro de sus oficinas, pero sin esperar obtener ningún resultado. Para algo estaban los cibercafés y las redes wifi gratuitas. Una conversación con el experto en tecnologías de la información no le aportó más que un dolor de cabeza. Por qué podía él explicar la sensación que produce aplastarle la tráquea a otro ser humano mientras le miras a los ojos y el maldito espectro que vivía en el sótano sólo hablaba en monosílabos ingleses o polisílabos de raíz incierta y significado incógnito. Necesitaba hablar con un informático que además fuera humano para ver si era posible identificar alguna vía de investigación interesante por ese lado.

La cuenta de las islas Caimán era una vía muerta. El dueño podía hacerse con el dinero de mil maneras diferentes sin dejar rastro, y desde luego no le iban a dar a él los detalles del titular. No señor.

Tal vez fue la desesperación de seguir igual lo que le llevó a filtrar los detalles del caso a la prensa. Por supuesto no mencionó al asesino en serie, se encargo de resaltar el aspecto humano del caso: la anciana cruelmente asesinada, la madre que dejaba tres hijos huérfanos, el anciano bombero jubilado, los jóvenes que se acababan de mudar y la mujer de hacer faenas. De pasada añadió que a los cinco les habían partido la crisma con un arma medieval y al fontanero se le habían salido los sesos en pos de los ojos que habían salido disparados de las cuencas y acabado en un jarrón , todo mientras la anciana agonizaba vomitando sangre. Siempre convenía guardarse algún detalle del caso para uno mismo.

Aquella noche se volvió a casa con acidez y más sed que nunca. El Almax y el güisqui en simbiosis perfecta le acompañaron hasta el sueño, que le sorprendió en el sofá a mitad de una pregunta: ¿de qué le sonaba a él la mujer de hacer faenas?

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