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18/11 – Tracción

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Al asesino la entrada en escena de Hans el alemán le produjo la sensación de que la senda que llevaba empezaba a ofrecer más resistencia. Para la mayoría de individuos eso hubiera significado un desaliento, un motivo para quejarse, el asesino lo veía como una oportunidad por el potencial para una mejor tracción.

No era el único con esa visión optimista del mundo, el comisario había recibido una llamada al móvil un poco extraña. Primero había fallado la identificación de llamada, que le había indicado que la llamada procedía de su inspector jefe. Luego la voz, profunda como si viniera del fondo de una gruta, o como si estuviera distorsionada electrónicamente, le había hecho un regalo. Era la voz natural de Hans el alemán.

- Komisario- empezó el alemán, para el que la letra ka era un regalo teutónico que había que propagar por el mundo- tengo buenos noticias para tu. En la abadía de los hermanos mediana kapuccino enkontrarás tú la centro del tinglada del asesino.

- ¿Quién habla?

- Una ciudadana koncernida.

Y colgó. El alemán no comprendía por qué una orden religiosa con un nombre tan ridículo había pasado desapercibida tanto tiempo: “poneme una mediana y una kapuccino”. Era ridículo.

El comisario pensaba algo completamente diferente. Otra pista más. Poco a poco iba pisando un suelo más firme. A este paso, y sin ningún mérito por su parte, el caso iba a saltar en su regazo con un lacito. Tuvo una preocupación transitoria causada por la breve comprensión de que para que él viera salpicaduras de este tamaño, la galerna que debía estar soplando tras el telón debía ser espectacular. Sin embargo, como era incapaz de imaginar que cualquier cosa que viniera pudiera ser peor que casi tres mil muertos en diez años atribuibles al mismo individuo, se desentendió y buscó los datos de los hermanos.

El monasterio del alemán estaba en la sierra de Alcarama y todo lo que se sabía de él hacía sospechar. El Vaticano no sabía nada del mismo, ni constaba tampoco en las actas de la conferencia episcopal española. Una rápida consulta a hacienda mostró que recibían donaciones de un volumen desproporcionado para ser un lugar tan aislado y, en principio, poco conocido. Lo que es más, muchas de las donaciones se hacían por medio de empresas de paja que eran tapaderas para un par de sociedades radicadas en paraísos fiscales. También averiguaron que los hermanos medianos capuchinos no pertenecían a la confesión católica, aunque sí estaban reconocidos como pertenecientes a una religión con notorio arraigo y, por tanto, se beneficiaban de un régimen fiscal más ligero. La mayoría de la gente conocía cuatro de las reservas de fe oficialmente reconocidas en España: católica, protestante, judía y musulmana. Algunos pocos lectores ocasionales del BOE creían saber que también los mormones y los testigos de Jehová habían pasado a formar parte del selecto club, cuando sólo los primeros lo habían hecho. Curiosamente sólo unos pocos habían reparado en la incorporación de la iglesia de jesús-crinto de los últimos días, tal vez considerándolo un error de transcripción. Nada más lejos de la realidad para los seguidores de jesús-crinto, convencidos de que el error de transcripción se había producido hacia el año 70 JC (jesucrintíco) y había sido malintencionado. Veían la mano negra del discípulo bromísta de jesús-crinto venido de oriente, Atanás, el de la única mayúscula.

El monasterio era el baluarte de la fe jesucríntica en España y como tal tenía la obligación de propagar la palabra verdadera del hijo de dios, como podía verse en su página web. Muchos la confundían con una parodia de la religión, cuando era, para sus seguidores, la única fe verdadera y una de las muchas posibles. jesús-crinto no había creído en las mayúsculas, considerándolas inmodestas y demostrando unos poderes de anticipación ortográfica no vistos nunca antes ni en los siglos posteriores. dios, fe y verdad, también verbo, se escribían siempre en minúsculas, incluso a principio de frase, porque “la verdad bien merece romper las convenciones”, como decía su segundo consejo. La fe jesucríntica no tenía mandamientos, uno seguía las recomendaciones de dios por el brillo de la verdad que contenían, no porque se lo mandasen o amenazaran con achicharrarle.

No había personajes famosos jesucrínticos, como decía el tercer consejo, “si puedes brillar con la fuerza del sol es porque nadie se refleja en ti”. El principio básico de la fe era compartir, por eso empleaban con frecuencia la imagen de la luna para sus alegorías y por eso era confundida con una religión lunar de origen pagano, pero los jesucrintas no adoraban a la luna como astro, sino como primer principio reflector del universo. Para los jesucrintas  la verdad empezaba de pronto en la luna. De dónde venía la luz no era importante, lo importante era cómo la luna brillaba por participación de otro y de forma generosa, sin guardarse nada para si. Ese no guardarse nada para uno era el primer consejo, “comparte, convierte el mundo en un lugar abundante, los armarios son para vaciarlos”. La filosofía detrás del primer principio era que es mejor tenerlo todo a mano que reservarse algo que quizás no nos hará falta y otros podrían estar utilizando, pues no podemos adivinar qué necesitaremos en el futuro. Si uno no sabía qué hacer con el dinero, el templo aceptaba donaciones.

Al comisario le pareció curioso que el gobierno hubiera considerado que era una confesión suficientemente conocida, quizás alguien había cometido el error de pensar que el nombre era un error tipográfico. La realidad era un poco más afilada, y de acero inoxidable en la yugular de La Moncloa.

Luego estaban las facturas. Hacienda llevaba un tiempo investigando, pero sin hacer nada por lo delicado de tratar con la vertiente no seglar de la sociedad. Lo que si habían hecho es clasificar las facturas con el monasterio como pagador: televisiones planas, herramientas quirúrgicas, un contrato de servicios de limpieza a “Doncellas a Domicilio” y provisiones copiosas de licores y aperitivos. También había una querella pendiente de la SGAE por poseer equipos reproductores de sonido para eventos populares y salas de reproducción por los que no pagaban licencia. No eran gastos normales en un monasterio, por lo que en principio habían pensado que sería una tapadera para la mafia, pero no habían conseguido trabar la trama. Además todo cuadraba con las creencias del centro.

El comisario echó un vistazo al teléfono de los monjes en la página web y descubrió que le sonaba de algo. Ya lo había visto en alguna parte antes y conociéndose debía haber sido en algún listado de llamadas que habían revisado en un caso anterior. Por supuesto, ¡en las llamadas recibidas en el piso franco que habían descubierto! Era el único teléfono que había llamado al piso y la primera pista sólida que encontraba, un indicio suficiente para solicitar una orden de registro.

La orden de registro puso en marcha una cadena de pánico que atravesó los tres poderes, riéndose de separaciones, como un reguero de pólvora. El primer asustado y fósforo metafórico que prendió la alarma fue el funcionario policial que dio inicio al trámite. Vio el nombre medianos capuchinos y recordó su fuente adicional de ingresos y el cerco de cuchillos con la forma de su cabeza en el que se despertó el día después de aceptar el compromiso. Envió un SMS al número que tenía grabado en la cabeza: “REGISTRO”. El segundo impresionado fue el secretario judicial que vio pasar  la solicitud y tuvo el impulso de tirarla a la basura, pero luego recordó las instrucciones y la foto que había encontrado una mañana en la puerta de la nevera, afortunadamente madrugaba más que su esposa. Envió un segundo SMS al número que tenía grabado en la cabeza: “REGISTRO”. El tercer estremecido lo fue por una de esas bromas del destino y no tenía un papel destacado en la función, el presidente del gobierno de España, Excelentísimo Señor Roberto Monzón, departía animadamente con unos individuos en un cóctel organizado por alguna organización de elevada conciencia sin ánimo de lucro pero de enorme afluencia monetaria. Uno de ellos, un juez de lo penal que estaba por firmar una orden de registro hizo un chiste sobre los hermanos jesucríntas y su religión. El presidente se disculpó con una palidez súbita que achacó a los canapés de espinaca y sus interlocutores a los copazos que llevaba, pero que se había originado por el recuerdo de las palabras de su antecesor en el cargo. Sus dos únicas recomendaciones habían sido: “No vuelvas a decir lo que piensas de verdad y no hagas nada que pueda molestar a los hermanos medianos capuchinos”. Luego le había referido la tarde en que, rodeado de todos los cuerpos de seguridad, en plena Moncloa, en el inodoro reservado del presidente, alguien le había interrumpido la faena con un trinchete en la nuez y le había recordado la enorme injusticia que estaba cometiéndose con los jesucríntas, la única religión verdadera y la de más recia raigambre.

Tal y como iban las cosas, al asesino le iba a costar perder la tracción, hubiera sido más probable que se desgastara por la enorme energía que estaba aplicando al terreno para avanzar. Si se tratara de una persona normal.

Irina decidió ponérselo un poco más complicado a media mañana, cuando se dio cuenta de que lo que sentía por Carlos no era normal. El obstáculo que intuía entre los dos le molestaba como una piedra en un zapato, que para un ciego era mucho más que una pequeña molestia, interfiriendo en el medio principal que tenía de percibir el camino que transitaba. Irina no era de pensar mucho las cosas, así que decidió que por la noche, cuando estuvieran tranquilos, abriría una botella de vino, se sentaría junto a él en el sofá y le haría la pregunta directamente. Tomar la decisión no menguó en absoluto su inquietud, si hizo algo fue concentrarla, porque sabía que sólo le iba a durar hasta la noche y notaba que detrás de la puerta que iba a abrir acechaba algo peligroso e inquietante.

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