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Silbidos

Hay en el mundo dos tipos de silbidos. No me voy a ocupar de aquellos que evolucionaron como formas de comunicación a largas distancias como los de los guanches, o los de los pastores británicos. Ya existe abundante literatura sobre ellos. Me ocupan aquí los otros, los que no tienen función aparente, el silbido repetitivo que brota incesante y no necesariamente armónico, que puede lo mismo hollar igual camino melódico que el último éxito de Los Cuarenta como seguir el cauce puro de la más chirriante música concreta. Los legos en la materia podrían pensar que existe un tercer tipo de silbido, el característico vaivén agudo que se utiliza en lugar de o como complemento al piropo desde los andamios, pero este corresponde más a una fusión de estilos que a una tercera vía.

Sorprendentemente el origen del silbido hueco (así llamado tanto por su procedencia, como por su aporte nulo en términos de mensaje frente al silbido pleno que es aquél que contiene información) no es voz que haya corrido como cabría suponer a raíz del capítulo que le dedicó Descartes tras su ‘Discours de la méthode’, concretamente en el ensayo ‘Météores’, en el que cuenta cómo la marquesa de Carcasona, llamada así por razones que tendrán que ser motivo de otra entrada, alumbró el silbido al mundo, o viceversa.

Todo empezó porque dió la marquesa en padecer unos fuertes entuertos sin haber parido y ninguno de los curanderos que la atendía daba en encontrar el tal motivo de los quejidos. Acertó a pasar por el lugar un monje del oriente, probablemente tibetano aunque no consta en sitio alguno su procedencia exacta, y no pudo evitar tropezar su mirada con el inflado vientre de la marquesa que por entonces había adquirido las dimensiones de un ternero relleno que además mugía como si lo estuvieran cociendo vivo. La causalidad quiso que el monje tuviese experiencia con un caso similar, una princesa mongola con la misma afección que se resolvió espontáneamente con una tremenda defecación, pero que recurrió a los pocos días y la acompañó el resto de su larga vida. Mejor aún, conocía la solución que había aplicado la princesa del este, una combinación de danza del vientre y técnicas yoguis de respiración profunda para facilitar el tránsito, que sólo tenían un efecto secundario desagradable: portentosos eructos que la acosaban de forma inesperada y que la atormentada, pero versátil, princesa tuvo que aprender a dominar transformándolos en aflautadas melodías por el procedimiento de fruncir los labios y a veces también el entrecejo por la concentración. No nos dice Descartes de la estampa que presentó el monje mientras enseñaba a la marquesa a bailar la danza del vientre aguantando el aliento y prorrumpiendo en gorjeos súbitos, pero sí sabemos que el procedimiento tuvo un éxito fulminante y la marquesa, tras fugaz corrupción, recuperó su esbelta figura. Sus habilidades con el silbido hicieron que este adquiriera fama y fuera adoptado por todo tipo de cortesanos de habilidades decrecientes que buscaban hacerse un lugar en palacio y fue degradándose de esta manera su uso hasta su forma actual.

Sirva esta información como advertencia: el puto silbido con que me taladráis los oídos en el trabajo no es más que la imitación mal hecha de un pedo en reflujo. ¡Parad ya de una maldita vez!

{ 1 } Comments

  1. fosfa | 03/08/2007 at 13:46 | Permalink

    Se nota que estamos en vacaciones. Vaya parrafada. Genial el estilo retro de la historia de la marquesa con la cruda realidad de los putos silbidos. Como se torna una erudita explicación de dudosa procedencia para encandilar a oyentes/lectores en una queja a OCU por los silbido colindantes con un desprecio y agresividad sin precedentes. Un giro nada previsible que dan ganas de saber quien es el silbante.

    Muy trabajado. Empieza bien el Agosto.