Leo en ‘El Pais’ un artículo de opinión sobre los toros escrito por Antonio Muñoz Molina en contra del noble arte, de que acribillen a los pobres animales para goce de los nuevos romanos y autoestimulación de la crème intelectualoide (parafraseando). El artículo viene en la cola de una corriente de opinión en contra de la fiesta nacional que no sé por qué vengo encontrándome recientemente desde que estoy en Japón. Yo, que no sé nada absolutamente de las corridas de toros y que recojo lombrices por la calle para ahorrarles sufrimientos, podría estar de acuerdo si no fuera porque tengo que respetar los propósitos de año nuevo. Entre toros sí y toros no, me veo obligado a elegir lo más rojo, porque el rojo indica pasión. Así que voy a tener que coger al toro por los cuernos y espero que se me ocurran imágenes menos obvias por el camino.
Yo también tengo anécdotas de niñez relacionadas con los toros. Mis abuelos eran grandes aficionados. Debo admitir que de niño me emocionaba la suerte de matar. Eso de matar un toro de un espadazo me parecía brillante, no sé el valor que pueda tener, porque también esperaba ansioso a ver si arrollaban al torero o le incrustaban un cuerno. Los niños somos bastante brutos. Excepto imprevistos, durante el resto de la faena me aburría, mientras mi abuelo gritaba “sí, eso sí es torear” o mi abuela gritaba “no, hombre no” y los dos se miraban confirmándose en la crítica de la faena. Nunca sentí la necesidad de aprender a apreciarlo y mis abuelos nunca se ofrecieron a explicármelo.
¿Que aquí no pega otro natural?, pues oiga, ni idea, pero parece ser que hay un método, un consenso que aplica y que los aficionados entienden. No es sólo pillar a un animal por banda y torturarlo para goce del respetable, se tortura, pero con criterio, y el disfrute no lo provoca el sufrimiento, que es consustancial a la forma , sino que lo causa una apreciación más elevada. Es bien cierto que dicha apreciación muchas veces se plasma con poca fortuna en cursis reseñas que exaltan una mística empalagosa y agotada por repetitiva, pero eso no nos lleva ni aquí ni allá. También ha inspirado obras dignas de admiración.
La imagen de un tipo solo, con un paño y una espada, delante de un morlaco de más de media tonelada conjuga en un único lugar la muerte, la locura y la belleza. No es de extrañar que desate la pasión de la gente y haya inspirado a artistas de todos los colores. El toreo existe en España desde bastante antes de Franco, por lo que la asociación con la España negra sólo funciona si desdeñamos la realidad o consideramos negra la historia de los últimos tres siglos.
Tenemos el arte y la tradición. Tenemos también la salvajada que es agarrar a un pobre herbívoro por mucha furia brava que tenga en los genes y darle de puyazos, banderillas y mareos a golpe de capote hasta que llegue el momento de atravesarlo de parte a parte de un espadazo. Supongo que nadie en su sano juicio defenderá que no es una burrada. Y sin embargo qué hace esta burrada mayor que machacar unas inocentes chinchillas para colorear nuestras golosinas, o liarse a tiros en el bosque cuando podemos encontrar comida suficiente en el supermercado, o pasar el tiempo dando de comer anzuelos a los peces, especialmente si luego los dejamos ir de vuelta al rio con medio estómago rajado y ni siquiera nos los comemos. Y esto es sólo con otros animales. Las salvajadas que se hacen con otras personas son mayores, y no hablo de asesinos y maltratadores, hablo de explotar al tercer mundo, de contaminar sin cuento, de criminalizar a los inmigrantes ilegales, de despreciar el interés de la ciudadanía para medrar, aprovechando sus miedos y amplificando sus envidias. Eso es el pan nuestro de cada día, eso es lo que somos.
Dice el artículo que “el instante supremo es, las más veces, una repulsiva sucesión de torpes estocadas”. Pues claro que lo es, como en cualquier otra empresa: la chapuza es consustancial al género humano. El hombre moderno no existe, nos hemos convencido de que hemos evolucionado y lo único que hemos hecho es olvidar el pasado, tildándolo de tosco, para seguir haciendo las mismas salvajadas que siempre. Apreciar la fiesta nacional es para los rudimentarios, instintivo y básico, y por tanto éticamente neutro, para los sofisticados requiere una mínima sensibilidad estética: masacrar a un animal peligroso en la arena de un coso taurino y pretender extraer algo de belleza de ello es un reflejo perfecto de lo que es la naturaleza humana. Y mucho más sincero que presentarlo como una de las peores atrocidades que puede cometer el ciudadano de a pie. Si eso hace que los perfectos europeos nos miren con condescendencia, pues vaya qué bien. Miremos a dónde estamos llevando entre todos esta bonita sociedad comunitaria y saquemos nosotros conclusiones también.
Que el toro sufre mucho en el ruedo, pues me trae sin cuidado. No vayan a la plaza y dejen a los que todavía quieren disfrutar su fiesta vivir en paz. Cuando las corridas dejen de existir espero que sea porque realmente hemos evolucionado, y no porque nos den pena unos toritos bravos. Entre tanto, no coman ternera, que las vacas también sufren y la soja nutre igual.
Y si realmente el toreo sirve para que al menos un torero pueda no morirse de hambre, ¿qué demonios estamos discutiendo?
Y ahora, en honor de la única persona que se ha quejado de los giros de última hora en las entradas de este blog y que además va a hacer próximamente un ejercicio de valor firmando un papel que brinda la posibilidad de que le conviertan en astado: un giro de última hora.
¡Felicidades O.! Espero que nunca haga falta debatir si hay que torearte.